23. La sombría mueca de su rostro

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Habían dado un par de horas a Louise (por insistencia de ella) para que se encargara de los trajes de sirvientes. No querían saber cómo iba a conseguirlos, simplemente esperaron mientras planeaban con detalle cada paso que darían aquella noche, lo que derivó. Sin embargo, la espera fue larga y la conversación encontró otros cauces por donde ir.

Se encontraban en una casa vacía, bastante lúgubre para lo que había sido hacía pocos meses atrás. La familia que allí vivía era muy querida por la comunidad de Maiden: la mujer iba animada todos los días a trabajar en la fábrica de telas como hilandera, lo que contagiaba al resto de mujeres que estaban con ella; el marido trabajaba en el puerto, pues muchas mercancías llegaban a Witfort a través del río; y con los mellizos era una fiesta continua, habían heredado el mismo buen carácter de su madre y desde temprana edad se les auguraba una vida trabajadora como su padre. Sin embargo, para desgracia de la familia, muchos trabajadores del puerto, tras largas jornadas bajo la lluvia y la humedad del ambiente, caían tan enfermos que no mejoraban. Muchos de estos desdichados no pasaban de dos días, y el resto sufría temblores durante una semana hasta que morían. El marido fue uno de estos desafortunados que perecieron al empezar el otoño, un otoño más frío que los anteriores años.

Los mellizos no entendían por qué su padre no se levantaba de la cama ni por qué su madre lloraba tan desconsoladamente. Nadie fue capaz de explicarles en ese momento la verdad y no fue hasta que un vecino, unas semanas después, se apiadó de ellos que entendieron lo que sucedía. Su madre llevaba todo ese tiempo sin moverse, apenas se notaba que respiraba, todavía sufría la muerte de su marido. Sin nadie que les diera de comer, el matrimonio que vivía unas casas alejado de estos infelices decidió acogerlos en su casa, pues, como no habían tenido hijos, les dio todo el amor que tenían guardado. Mientras, a su madre se la llevaron al sanatorio para que la cuidaran y, en el mejor de los casos, volviera a ser aquella alegre mujer o, en el peor, descansara junto a su marido.

En eso mismo estaba pensando Sally. Había querido tumbarse sobre la cama para dormir un poco antes de la gran noche, pero, al ver las sábanas tiradas sobre la cama sin orden y aún manchadas con el sudor del marido, se arrepintió de haber invadido la tumba del recuerdo de esa familia. No pudo resistir el penetrante hedor del cuarto, así que salió para sentarse en la silla más alejada. Aun así, se quedó mirando fijamente la puerta, pensando en su hermana y en el destino incierto que les esperaba.

Benjamin reparó en la sombría mueca de su rostro, una tristeza había invadido de repente sus ojos y había dejado de verse tan bella como la había observado en la playa.

—¿Estás bien? —preguntó, incorporándose todo lo que pudo para acercarse a ella sin levantarse de la silla.

Sally, por el contrario, le dio la espalda sin pretenderlo y se cruzó de piernas y de brazos. Tan solo procuraba apartar de su vista esa funesta imagen.

—Estoy preocupada —confesó, como si él hubiera sido su confesor de toda la vida y supiera a ciencia cierta que le podía confiar sus sentimientos.

Se sintió extraña al hacerlo, ya que no era de esas personas que se muestran vulnerables con un desconocido; lo que era todavía más siniestro, al fin y al cabo, apenas lo conocía de unas pocas horas. Intuitivamente su cuerpo se giró para poder tenerlo de frente y se encontró con un rostro aniñado que la miraba fijamente; pese a ser unos ojos negros, no perdían la dulzura.

—Háblame de ese sueño —le pidió.

El chico sonrió, notaba una intimidad en el ambiente bastante agradable. El sueño llegó a su mente como la barca que llega a la orilla por el leve vaivén de las aguas en calma y sintió placer al recordarlo.

—Estoy solo en la ciudad —comenzó, ayudándose del movimiento de las manos—, todo está en llamas y destruido y, de repente, una voz me dice «ha pasado», nada más. Es poco, lo sé, pero escuché esa misma voz en la calle y, cuando vi quién era, te vi a ti.

La conjura del eclipseOù les histoires vivent. Découvrez maintenant