1. A donde la ciencia no llega, la magia alcanza

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El pasillo era largo y a ambos extremos se extendían grandes ventanales desde el suelo al alto techo, que permitían entrar la luz de ese soleado día, adornados con gruesas venas doradas seguían el modelo de las bóvedas estrelladas del techo. Las paredes, en un elegante blanco, no se acompañaban de mucha decoración, solo las jambas sobre las que reposaban los arcos mostraban una apariencia más adornada con finas estrías. Las puertas, dispuestas a entrambos lados del ancho pasillo, eran de madera oscura con tachuelas doradas. En el suelo, el frío mármol se cubrió con una alfombra roja de bordes dorados, sobre la cual varias personas recorrían el espacio para llegar a su destino. Los más mayores, cubiertos por una larga toga negra y, los más jóvenes, uniformados con un juego de chaqueta y pantalón en azul marino.

Uno de estos estudiantes perseguía a su profesor por el pasillo intentando captar su atención, pero este no tenía intención de mantener esa conversación que el joven quería.

—Solo te queda un año para graduarte, ¿de verdad quieres perder el tiempo con eso?

—Solo digo que es posible —El docente se dio la vuelta para mirarlo incrédulo—. Tal vez. Pero ¿no sería increíble?

—¿Magia y ciencia? —bufó burlándose del estudiante—. Son dos realidades completamente opuestas, señor Thursday.

Retomó la marcha hasta que se vio obstaculizado por el estudiante, que, en un pequeño impulso, lo adelantó sin que este se diera cuenta.

—Escúcheme, profesor, solo escúcheme. —Juntó sus manos implorando, a lo que el profesor respondió con una mueca de fastidio. Miró a ambos lados del pasillo y se aseguró de que nadie espiara la conversación—. Si hubiese una manera de unir ambas disciplinas, podríamos llegar incluso a ser inmortales. El príncipe fue salvado por un nigromante. A donde la ciencia no llega, la magia alcanza.

El profesor se ruborizó al escuchar esa frase, alguien de su talante jamás debería mencionar algo tan vulgar como eso, algo que solo los ignorantes, por falta de conocimiento, se atrevían a decir.

—Déjese de tonterías y concéntrese en lo verdaderamente importante. —Apartó al estudiante hacia un lado y siguió caminando, mientras con el dedo índice mostró un último consejo—: La ciencia trae progreso, la magia solo ruina.

Edmund se quedó mirando cómo se iba, desilusionado porque era el único de los profesores que podrían haberle escuchado. Fuera de vista su única oportunidad, se acomodó la bolsa de libros sobre el hombro y volvió a su rutina de estudiante. Todavía le quedaban unas clases para acabar la mañana.



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En la parte occidental de la ciudad y elevado sobre las casas marginales, se levantaba un amplio aeródromo. La pista en la que aterrizaban los zepelines podía medir hasta diez kilómetros de largo por tres de ancho, una impresionante plataforma, incluso más grande que la colina donde descansaba el Palacio Real.

Una de las esquinas estaba reservada a los trabajos de mantenimiento de los zepelines, aunque en la mayoría de las ocasiones era preferible trabajar al aire libre. Bajo la góndola de control de uno de estos majestuosos globos, un operario revisaba el tren de aterrizaje; nada había fuera de su sitio, pero cada tuerca debía estar en perfectas condiciones, así que lo desmontó por piezas para volverlo a armar. Con el trapo limpiaba las sobras de aceite de los fragmentos metálicos, cuando la cercana presencia de alguien le hizo voltear la cabeza.

—El señor Rogers no está —avisó a la inesperada visita, a quien su rubia cabellera ya estaba oscurecida por la sombra de la gigantesca ballena voladora.

—Bien, porque vengo a verte a ti. —Se paró a escasos metros del operario y echó las manos a la espalda, traviesa—. Recién cosechado.

James dejó escapar un suspiro, aunque ella tuviera un exquisito ojo, le daba pena que alguien de su talento se dedicara a robar. Una chica tan joven e inteligente se merecía poder estudiar y sacarse una vida digna, pero el dinero era un obstáculo demasiado grande.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora