9. Los vestidos

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La mañana había sido tranquila, con menos trabajo cada vez tenía más tiempo de atender imprevistos como aquel. Todos los días, Sally acudía al taller de mecánica donde trabajaba y allí le entregaban el plan de la mañana: una lista con las direcciones de las casas a donde debía acudir como mecánica.

Pocas eran las mujeres que trabajaban en ese mundo, básicamente eran contratadas como secretarias o recaderas, Sally fue la primera que abandonó la seguridad de ese puesto de trabajo en la fábrica para intentar perseguir un sueño. Eso, más bien, era lo que comentaban los chismorreos, pero ella no lo veía así. El trabajo en las fábricas no era tan seguro como decían, la situación de todo trabajador era precaria y siempre se arriesgaban a estar en peores condiciones, sin un sueldo fijo, sin oportunidad de baja por enfermedad, entre vapores y humos negros del carbón perjudiciales para la salud... Por abreviar y reproduciendo las palabras irónicas de Sally «el sueño de todo ser humano que se aprecie». Lo que ella hizo no fue más que hacer lo que todos en los suburbios hacían: ganarse la vida para alimentar a su familia. Solo que los envidiosos cobardes preferían mal hablar de ella que congratularla e imitarla.

Huyendo de la vida familiar junto con su nuevo padrastro, llegó a la casa del señor Rogers, un hombre visionario para muchos y soñador para otros. La realidad común era que Matías Rogers respiraba únicamente cuando dormía, un hecho que ocurría poco a menudo, pues su vida entera estaba dedicada a los avances de la tecnología, a esos mecanismos que hacían girar el mundo y evolucionar la sociedad. Como estudiante de ingeniería automovilística, fue él quien, junto a la ayuda de su profesor, ideó el motor que, unos años después, movería los grandes zepelines y daría la oportunidad de volar. No obstante, aunque su invento revolucionó los viajes, nadie se acordaba de él, todo el mérito se lo guardó el profesor, al fin y al cabo, cómo era posible que un joven de catorce años pudiera crear tal objeto, que fuera más inteligente que los ingenieros que estuvieron trabajando en esa posibilidad durante más de una década. Que un crío terminara por convertir ese sueño en una realidad.

Rogers jamás se quejó en su momento ni en esos cuarenta años posteriores, su mayor invento no era suyo, pero no le importaba. Lo esencial de construir no radica en el logro personal del inventor, sino en lo que ese invento pueda ofrecer a la humanidad.

Sally odiaba oírle repetir esas palabras, a ella jamás la habrían insultado de tal modo, jamás podrían arrinconarla a un pequeño despacho sin más reconocimiento que como encargado de los ingenieros del aeródromo. De cualquier modo, lejos de su minúsculo círculo, nadie reconocía tan siquiera su nombre. Sin embargo, admiraba la humildad de ese hombre y deseaba ser como él, aunque la tacharan de loca.

Desde aquel día en que lo conoció, acudía asiduamente a su despacho y aprendía cosas nuevas de él; bajo su tutela fue como llegó enamorarse de las máquinas, los motores y los engranajes. Y, así, fue cómo se armó de valor, justo cuando nació su hermana, para presentarse ante los hombres dirigentes de los talleres de mecánica para demostrar su valía y ganarse un puesto. Ahora podría llevar más dinero a casa con ambos trabajos y evitar que su hermano sufriera el mismo destino que todos los niños trabajadores.

Echándole un rápido vistazo a la lista, se percató de que tenía menos clientes de lo normal, era la mejor mecánica y, sin embargo, no la valoraban. Por suerte, tenía sus habituales, algunos pocos se habían dado cuenta de su valor y la solicitaban, mientras fuera de ese modo, no perdería su trabajo.

Acudió a la casa de los Thursday, un día después de haber revisado el coche, precisamente para repararlo. Temía que hubiera cometido un error, algo bastante improbable, pero que pudiera ser motivo para despedirla; afortunadamente, el señor Thursday la calmó con sus palabras y, en ningún momento, llegó a dudar de ella. La noche anterior, acudió de urgencia a la casa de un paciente y dejó el coche al amparo de la calle, pero, al querer regresar a casa después de atender al enfermo, ya no arrancó. Parecía intacto por fuera y apenas había estado veinte minutos dentro, no comprendía cómo era posible que no funcionara. Tuvo que pedirles ayuda a los hijos del paciente para que le ayudaran a remolcar el vehículo hasta su casa.

La conjura del eclipseWhere stories live. Discover now