6. Como el mismísimo infierno

9 3 0
                                    

En largas zancadas llegó rápido a la fábrica. La zona industrial se alzaba fuera del área urbana, al sur de los suburbios, precisamente porque la urbe llegaba hasta la ladera de los montes, lo que impedía construir grandes superficies allí.

Una muchedumbre de enfadados trabajadores se manifestaba en las calles del polígono. Carteles, aunque escritos con faltas ortográficas, reclamaban un trabajo digno; gritos que aclamaban; empujones por parte de los laboristas y la policía que se llevaban arrestado a los más violentos; un pasillo difuminado para quienes, de camino a su puesto de trabajo, soportaban los insultos de sus compañeros en huelga y el desdén de los empresarios que miraban sonriendo su victoria sobre esa revuelta. Una voz se oía por encima de las demás que alentaba al pueblo a revelarse y les recordaba por qué valía la pena ese sacrificio.

—Porque nosotros somos quienes madrugamos, quienes volvemos cansados, con las uñas negras y los ojos hinchados, hambrientos porque no tenemos qué comer, porque no recibimos lo que nos merecemos...

—¿Mereceros? Una buena paliza os daba yo —respondió el lugarteniente de una fábrica—. Volved al trabajo si no queréis perderlo.

Dio una última calada al puro y lo lanzó a los pies del predicador, quien hizo caso omiso y continuó predicando.

—Porque nos ignoran, nos les importa nuestra humillación, porque creen que son ellos quienes tienen el poder. Pero no, porque ellos no sobrevivirían este invierno sin nosotros, porque nosotros somos más y no les tememos.

El empresario arrugó la nariz asqueado por el caso que le hacían y desvió la mirada hacia el gentío enfurecido que le exigía que se marchara. De repente, una bola de barro se alzó sobre las cabezas y aterrizó en el pecho del hombre, ensuciando su impoluto traje. Sacó las manos de los bolsillos y agudizó el gesto facial. Un policía que estaba allí se acercó, pero, antes de poder ofrecerle su ayuda, el empresario señaló con el dedo a un hombre que sostenía una pancarta.

—¡Ese! ¡Ese de ahí! ¡Ha sido ese!

El policía, junto a otro, siguió su indicación y agarraron al señalado, arrastrándolo hasta el furgón policial. El hombre intentó zafarse de sus captores, alegando que no había sido él: sus manos estaban limpias y sostenía un cartel; sus compañeros pelearon en su auxilio, pero los demás agentes lo impedían.

Sally apoyaba el movimiento, aunque nunca en voz alta por si sus jefes la oían y acababa despedida, porque entendía bien el sentimiento y los motivos por los que luchaban. Aun así, si bien no recordaba un momento anterior a cuando comenzaron las manifestaciones, todavía no se había unido a una, su madre se lo prohibía aunque ella era la primera en muchas ocasiones.

Esquivó como pudo a todas esas personas, colándose en el pasillo que dejaban los policías para que los trabajadores accedieran a las fábricas, y avanzó hasta cruzar el portón abierto.

Dentro, había largas cintas, a cuyos extremos se disponía una máquina que la mantenía en constante movimiento. Los trabajadores se distribuían a lo largo de estas y metían piezas a una ya ensamblada para ajustarla; terminado uno, pasaban al siguiente. Era una cadena de montaje de motores para coches. En otro lado, más metido dentro de la fábrica, había varias mesas donde las mujeres organizaban las piezas para llevarlas a su correspondiente lugar. Sally conocía bien ese puesto, pues antes trabajaba allí junto a esas mujeres que reconocía.

No se detuvo en ninguno de estos sitios, tampoco reparó en el capellán que salía en ese momento de su despacho, situado en un piso superior para observar sin obstáculos el trabajo de los obreros. Directamente se dirigió hacia unas escaleras que bajaban. La gente la vio, algunas mujeres querían saludarla, pero el trabajo no podía parar y entendían la razón de su inesperada visita. En el subsuelo, bajo las máquinas, había varias calderas abiertas y, repartido por todo el espacio, carbón. De esa forma, alimentaban el mecanismo que hacía funcionar las máquinas. Allí abajo se sentía como el mismísimo infierno.

La conjura del eclipseHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin