7. Un alma perdida en la gran urbe

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Fue la bocina del barco lo que le despertó. Se ató el asa de la maleta a su muñeca mediante una cuerda, de modo que si se quedaba dormido, como así fue, evitaba que se la robaran. No tenía más que ropa, pues el dinero y los papeles identificativos los guardaba bajo el chaleco, pero no quería perder lo único que le aferraba a su antigua vida normal. En una sola noche sintió un cambio en sí mismo, ni cuando le cambió la voz fue algo tan grave, esta vez todo en él era diferente y debía comportarse como tal. Aunque, por mucho que se repitiera ese mismo mantra, estaba lejos de saber cómo actuar.

Se incorporó para quedar sentado en el banco, la luz del amanecer no había conseguido despertarlo del cansancio que acumulaba de toda la tarde y la noche anteriores. Tardó un poco en ubicarse hasta que, intentando mover la mano que tenía atada a la maleta, se dio cuenta de lo que había al otro lado de la barandilla del barco. Se llevó la mano a la cabeza para posicionarse la boina y no la encontró, buscó entre los bolsillos y en el suelo, hasta que dio con ella en el borde del banco, a punto de caerse. Un milagro que no la perdiera.

Entonces se desató y caminó hacia la barandilla mientras el viento azotaba sus rizos. Vivía en una buena ciudad, pero lo que veía ante él era otra realidad mucho más bella, todas esas alabanzas que había escuchado no hacían honor a la supremacía de la capital. Una gran plataforma se elevaba por encima de las casas, una estructura metálica sobre la que aterrizaba en ese momento un zepelín y despegaban otros dos. En un plano anterior, entre árboles y jardines, hermosos palacios se levantaban, cada uno con diferente arquitectura, coloridos, elegantes: ahí había un palacete de ladrillos oscuros; al lado, las venas de la estructura resaltaban en un precioso color crema; detrás se veía una torre acabada en aguja; y otra, más allá, con cúpula bulbosa. Dispuestas escalonadamente y a diferente altura según el terreno y la inclinación de la colina. Y, arriba, coronando la cima y la ciudad, el Palacio Real, de claros muros, elegantes elementos arquitectónicos e inmensurable tamaño, rodeado del más grande jardín de la ciudad y mejor cuidado. Desde ahí abajo, sabía que en ese lugar se escondían árboles de diferentes especies, organizados para asombrar a los viandantes de sus empedrados caminos. Si tal era la belleza en ese lado, no podía esperar a contemplar lo que en la otra orilla le esperaba.

La ilusión con la que cruzó el barco se apagó al primer contacto con la otra parte de la ciudad. Un ambiente gris y maloliente llegaba hasta él, sin nada verde todo era oscuro, lúgubre, enfermizo; las chimeneas de las fábricas que estaban al final de las calles escupían un humo tan negro como el carbón del que se alimentaban.

Bajó la mirada al agua, al menos el rio era azul y no parecía contaminado. Pronto empezó a ver cómo el agua se distanciaba del muro, salvando una distancia de arena fina, a donde se accedía por unas escaleras. Sin embargo, el barco eligió el lado izquierdo de la isla que emergía en medio desde las profundidades, en una parte donde se ensanchaba el rio. Volviendo al costado donde había empezado a husmear el paisaje, vio que allí también había una playa, pero, a diferencia de la robustez anterior, la balaustrada jugaba con el blanco, ya sea por la pintura del metal o por la piedra misma. Abajo había un espacio hueco que se suspendía por gruesas columnas, y a la que se accedía por dos anchas rampas que bajaban en perpendicular a la pared hasta sumergirse, una frente a otra, en la blanca arena. Si era la misma ciudad, parecían dos mundos contrarios. No obstante, la sombría zona se acababa al atravesar el primer puente, y, entre este y la isla, la sombra se aclaraba para dejar relucir los edificios de piedra, aunque también en gris, con mejor aspecto. En esta ínsula había un puerto, donde el barco atracó. Sabía, como cualquiera en el reino, que la zona alta estaba reservada para la aristocracia, por lo que se dirigió hacia la urbe.

Su abuelo fue militar, se alistó voluntariamente en cuanto pudo para salir de la pobreza en que vivía su familia; fue de los pocos soldados que lograron casarse y formar una familia. Ella lavandera y su hijo, que únicamente conocía el mundo militar, también se alistó. Llegó a recibir varios honores y subió de escalafón, pero por su humilde origen, se estancó como suboficial de infantería. A Benjamin le tocaba correr el mismo destino, su padre le insistía y se enfadaba cuando se interesaba por otras cosas; sabía que no era para él, pero tampoco podía decepcionar a su padre. Estaba a punto de cumplir la mayoría de edad y era el momento que su padre esperaba. Tal vez huir por dar sentido a sus visiones no era más que una excusa para escapar de lo que le esperaba si se quedaba. En cualquier caso, la decisión ya estaba tomada y no había vuelta atrás.

La conjura del eclipseWhere stories live. Discover now