Las reglas de la concordia

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Luchar contra los humanos era fácil. Siempre lo era. Por eso nadie estuvo preocupado por el enésimo intento de invasión desde que los echaron. Molestos, sí, pero ¿preocupados? ¿Por unos seres más débiles que ellos? ¿Más lentos que ellos? ¿Sin garras ni colmillos? ¿Que no podían cambiar? Lo único que preocupaba a los cambiantes era quién mataría más humanos, durante cuánto tiempo les darían diversión antes de huir de nuevo a sus tierras. Hasta dónde los perseguiría cuando huyesen y cuantos pueblos destruirían aquella vez.

Nadie estaba preocupado. Ni siquiera un poco.

Porque los humanos no podían ganar.

Pero algo salió mal. Aún no entendía lo que acababa de pasar, lo que estaba pasando. Lo único que sabía es que, cuando atacaron, los humanos sacaron unos tubos de metal, largos y estrechos, de los que empezó a salir humo y un extraño, desagradable olor a metal y, sin razón aparente, las aves comenzaron caer del cielo, los cambiantes a su alrededor al suelo, incluso antes de poder acercarse empezaron a derrumbarse, a morir, gimiendo de dolor por unas heridas que se extendían de una manera extraña por su cuerpo, matándolos.

Y, en medio de aquel caos, Nalbrek se dio la vuelta y lo arrastró de vuelta al bosque dejando a los demás atrás y aunque una parte de él quiso gritarle que se detuviese, que no eran unos cobardes para huir y abandonar a sus compañeros, no pudo.

Lo que Nal sentía... estaban perdidos. Condenados. El instinto de Nal le impelía no a ponerlo a salvo sino a matarlo para evitarle el sufrimiento que le esperaba como última salida desesperada a la situación y el saber que no había nada que pudiesen hacer, ningún lugar seguro al que huir, hizo que no se resistiese. Huyendo mientras más y más se unían a ellos en su desesperada carrera.

Hasta que Nal desapareció. Aquel maldito estaba corriendo a su lado en su forma de lobo y, un segundo después, desapareció sin dejar rastro y, dado el olor del humo que lo llenaba todo y que le impedía oler cualquier cosa al haber matado su olfato, era incapaz de saber dónde había ido, seguirlo y morder aquel culo gordo como venganza por dejarlo de esa manera.

Quería llamarlo con su conexión, hacerle saber lo molesto que estaba, exigirle que volviese, pero no se atrevía ya que no sabía en qué situación se encontraba el lobo. No quería pensar que Nal regresó solo a la batalla, no era tan estúpido. No podía serlo. Solo retrocedió para asegurarse de que ninguno de aquellos humanos con tubos los seguían y no quería distraerlo. Por eso siguió corriendo sin detenerse cuando su instinto le dijo que alguien lo estaba observando, así que se detuvo erizando el lomo preparándose para atacar.

—Zorro —lo llamaron y, al volverse vio a una niña que lo llamaba con la mano.

—¿Qué haces aquí? ¿Estás loca? Tienes que huir, los humanos... —comenzó incrédulo cambiando a humano para seguirla.

—Ayuda a mi madre —le pidió la niña señalando a la mujer en avanzado estado de gestación sentada en el suelo rodeada de niños.

—Vamos —le dijo acercándose a la mujer con rapidez—. Los humanos se acercan, tenemos que irnos —la azuzó. No quería ni pensar en lo que harían con aquellos niños, con un bebé.

—Lo sé —asintió la mujer con calma mientras él reparaba por primera vez en lo pálida que estaba y, cuando levantó su ropa para mostrar un líquido rojizo antes de ocultarlo de nuevo, entendió por qué se detuvo con los humanos tan cerca. Tenía la nariz tan atrofiada que no pudo oler la sangre a pesar de lo cerca que estaba—. Tú, ¿podrías llevártelos? —le preguntó señalando a los niños: una niña de unos diez años que cogió a un bebe del regazo de su madre y a otros dos niños que no debía sobrepasar los cinco años y que se cogían a la falda de sju madre con tanta fuerza que tenían los nudillos blancos.

Cambiantes Libro III TrascendenciaWhere stories live. Discover now