Capítulo 14.

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La inquietud ya se había apoderado del espíritu de Daliana. Atormentada por la enfermedad de su abuela, decidió ir a buscar a Gastón, el primer y único inmortal, para que le mostrara los secretos de la inmortalidad.

Aquella mañana, antes del alba, los tres jóvenes prepararon un bolso con todo lo necesario para un viaje: agua, comida, ropa, cuerdas, cuchillos, pócimas de todas clases y un arco con flechas. Y antes de marcharse, pasaron por la habitación de la abuela. Esta dormía aún, y Daliana se puso tan triste al verla que una lágrima brotó de sus ojos.

Tres días de camino se tomaron luego de salir de Jötunheim. Llegaron a Mercatrya y continuaron hasta adentrarse en el bosque de cedros. Sin importarles para nada el peligro que podían correr, los tres no desistieron en continuar, pues las ansias de conseguir a Gastón llenaba,  a Daliana más que a nadie de coraje. Sin duda, ese era el hábitat de lobos, tigres, panteras y monstruos. Durante el trayecto se toparon con algunos de ellos, pero sin riesgo lograron vencerlos y persuadirlos.

Aquel día ya llegaba a su fin hasta que, finalmente, agotados y con la visibilidad menguando, vislumbraron la entrada de aquella cueva situada frente al mar confundido. Las olas que llegaban a morir a la orilla se iluminaban de un tono azul que resplandecía en la oscuridad y que despertó la curiosidad de los tres. Brisa conocía que el mar confundido era singular por ser el único mar que iba a morir al río. ¿Y ahora esto? Era algo nuevo para ella. Sus olas traían un color azul muy resplandeciente y hermoso. Era sin duda, una vista increíble.

Junto a la boca de la cueva, donde no apreciaron presencia de algo o alguien cuando llegaron, vieron a una mujer un poco mayor y de estatura baja salir de ella. Enseguida les preguntó:

—¿Son ustedes los niños que están buscando los secretos de la vida eterna?

—Soy yo la quien busca —reconoció Daliana.

—Mi esposo ya los esperaba —concluyó la mujer—. Síganme, por favor.

Los niños amarraron rápidamente las riendas de sus caballos a un tronco, se arreglaron su ropa como mejor pudieron y entraron a la cueva siguiendo a la mujer. En el interior estaba un poco húmedo y frio. Al final, después de pasar varios laberintos de pasillos adornados con piedras preciosas, llegaron a un salón muy bien adornado con pilares de piedras y antorchas. En medio de este salón había una bella plataforma hecha con jade, y sentado sobre esta estaba un viejo enano, con el cuerpo cubierto con mantas y tomando calor de una pequeña fogata que estaba en medio. Él tenía una  apariencia apacible y solemne.

En cuanto los niños se acercaron le echaron una reverencia en señal de respeto porque, de seguro, podría tener la misma edad del universo y todos esos años le debían otorgar una auténtica sabiduría.

El anciano los miró, y sin dejar de quitar sus manos del fuego, les dijo:

—Quiero saber de boca de cada uno sus nombres, especie y dónde nacieron.

—Me llamo Brisa Rymer, señor Gastón, futura emperatriz de Mercatrya. Nací en dicho país y soy una elfa. —Fue la primera en responder.

—Yo soy Arturo de Eitrað. Soy un dragón que procede de Drakenfly —dijo después él.

—Y yo soy Daliana Ytriagon —alegó al llegar su turno—. Soy una elfa y también nací en Mercatrya.

—¡Es mentira! —gritó entonces el viejo Gastón—. ¿Has venido aquí solo para mentirme, niña?

—¡Yo no le estoy mintiendo! —aseguró Daliana.

—¡Debería echarte de aquí por seguir haciéndolo! —aulló insultado el viejo. Arturo y Brisa miraron a Daliana, preguntándole con la mirada por lo que ella se irguió de hombros sin saber que ocurría—. ¿Cómo quieres que crea que eres una elfa cuando no lo eres?

—Ah, ya comprendo. Bueno, en realidad soy una humana —confesó por fin—. El lugar donde nací fue destruido hace mucho y ya no queda rastro de él.

—¿Ya ves que no es difícil decir la verdad? —le dijo complacido el anciano al conocer su origen—. Y lo que le pasó a los tuyo fue algo muy lamentable. Mis condolencias, niña.

—Gracias. Ahora, si no le importa, me gustaría conocer el secreto de la inmortalidad, venerable Gastón.

—Se ve que eres bastante directa —reconoció—. ¿Por qué la estas buscando?

—Mi espíritu está lleno de angustia por la maldición que arropa a mi abuela. Muy pronto morirá y quiero prevenirlo.

—¿Has viajado y arrastrado a tus compañeros hasta aquí por eso?

—No los he arrastrado.

Gastón se levantó, y acercándose a Daliana, le dijo:

—Sí quieres el secreto de la inmortalidad, tendrás que cumplir una tarea.

—¿Qué tipo de tarea?

—Veamos… —Comenzó a pensar—. No duermas durante seis días y siete noches.

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Apenas pasaron dos días, el sueño por fin dominó a Daliana. Gastón se dirigió a los niños.

—Vayan —les dijo—. Despiértenla, salgan de la cueva y regresen a casa.

Sin tener derecho a objetar, Brisa y Arturo hicieron lo que el viejo Gastón les dijo. Despertaron a Daliana, pero esta se negó a irse sin saber el secreto de la inmortalidad.

—¿Qué puedo hacer ahora? Por favor, deme otra oportunidad —le suplicó.

Gastón se dirigió a su esposa.

—Toma a los niños, querida —le dijo—. Lávales el cabello y el cuerpo hasta que estén limpios. Quema la ropa sucia y vístelos con una más conforme a su dignidad. Dales de comer y que no se vayan sin antes hacer todo lo que te he pedido.

La mujer cumplió al pie de la letra todo lo que su marido le pidió. Después se dirigió a él, y con voz de suplica le dijo:

—Esos niños viajaron desde muy lejos solo para hablar contigo. Daliana también se esforzó para salvar a su abuela. Revélales, por favor, la ubicación de la flor.

Gastón caminó hasta los niños, quienes estaban apretando la riendas de sus caballos para irse.

—Admiro la determinación de ustedes, niños, por haber venido hasta acá y esforzarse. Debería darles algo antes de marcharse. ¿Qué les parece si les revelo la ubicación de la flor que me ha otorgado la inmortalidad? —Al oír esto, el oído de Daliana se abrió casi de inmediato—. Hay una planta cuya flor es muy parecida a la Strelitzia, y con espinos que te lastimaran si la tocas. Pero si tu mano logra soportar el dolor y te apoderas de ella, de seguro vivirás para siempre. Cuando los dioses nos crearon, decretaron que debíamos morir para mantener un control en el ciclo de la vida, y han conservado la inmortalidad en esta flor. Y cómo ya saben, yo soy el único en este mundo que no puede morir.

—¿Y dónde se resguarda esa flor, solemne Gastón? —indagó Daliana.

—No hay que viajar tan lejos —explicó este—. Si siguen este camino y andan unas nueve millas sin desviarse del camino hacia el extremo sureste de Mercatrya, cerca de la frontera con Drakenfly encontrarán un Tepuy de proporciones inmensas. Esta meseta es una de las más aisladas del imperio élfico y es conocida como Tepuy Sarisariñama. En su cima hay una cavidad prácticamente circular con un diámetro en la boca de trescientos cincuenta metros, y una profundidad vertical de trescientos cincuenta metros igualmente. Las paredes de estos pozos son completamente verticales y, por lo tanto, es insuperable llegar al fondo, donde reposa dicha flor, sin el equipo necesario. También debo admitirles que los dioses dejaron una criatura custodiando, así que no será nada fácil. ¿Creen poder tomarla?

—Por supuesto que sí —afirmó Daliana con determinación. Brisa y Arturo asintieron determinados también.

Los tres niños agradecieron a Gastón todo lo que había hecho y se dirigieron al camino que este les señaló.

—¿Ya estás contenta, mujer? —dijo Gastón a su mujer mientras despedían con la mano a los infantes.

—Pensé que los acompañarías.

—Fui blando porque me lo pediste, pero no soy suicida.

—Pero enviarlos solos te hace un homicida. Oraré a los dioses para que no mueran.

—!Buaj! Los dioses nunca escuchan nuestras oraciones; son sólo seres caprichosos —alegó mientras regresaba a su cueva.

Los niños se dirigieron al Tepuy que les había comentado Gastón. A las ocho millas se encontraron con la base de la meseta enterrada en la vegetación. Frente a sus ojos se levantaba una enderezada pared, tan alta que se escondía en una tupida alfombra de nubes. Situado en aquella pared estaba un camino que conducía hasta la cima. Subieron aferrándose de la pared para no caer, y cuando por fin se encontraron en la cima, se presentó aquella cavidad circular que los conduciría a la flor. En contraste con los Tepuyes que adornaban las sabanas de Mercatrya, la mayor parte de la superficie de este era muy boscosa.

—Que aterrador se ve —manifestó la Arturo cuando se asomó en el precipicio.

—¡Deja de lloriquear y ven a ayudarnos! —Brisa y Daliana preparaban unas cuerdas para bajar.

Formaron una sola cuerda amarrando varias de ellas, fabricaron un arnés y lo aseguraron en la cintura de Daliana.  Cuando todo estuvo preparado, comenzaron a bajarla poco a poco por el extenso pozo.

El lugar poseía un ecosistema único, habiendo especies de plantas y animales que no se encontraban en ninguna otra parte de Mercatrya. En el descenso Daliana observó una manada de aves fénix, mantarrayas completamente blancas volando de un lado a otro, plantas que cantaban y una cabra montañera que caminaba por las paredes. Al poco rato se deslumbró cuando iba acercándose al fondo. Allí exhibida por un rayito de luz, estaba la flor. Cantó victoria cuando por fin llegó a la flor.

—Es bonita —se dijo al detallarla. Acercó su mano para tomarla. Mas había olvidado por completo una cosa.

Sin recordar lo que él viejo Gastón le había dicho, tomó la flor y enseguida echó un grito cuando sintió la penetración de las espinas en su mano. Se la revisó y estaba bien; solo tenia unas pequeñas gotas de sangre saliendo de las pinchazos. Limpió la poca sangre que tenia e intentó volver a tomar la flor con mas cuidado. En ese momento la tierra tembló y el suelo comenzó a quebrarse. De allí salieron distintas criaturas muy aterradoras. Eran como ardillas, pero del tamaño de un enano, con garras enormes, alas de murciélago que les permitían volar, pelaje abundante que cubría todo su cuerpo y cuernos que sobresalían de su cabeza.

—¡Oh, rayos!

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—¿Qué son esas cosas? —Arturo, desde el borde del orificio, veía a Daliana huir de aquellas extrañas criaturas.

—Son Ratatoskers. —Lo apartó Brisa del borde—. Quédate aquí y estate atento de la cuerda.

—Voy contigo. Me prometí cuidar a Daliana, así que iré.

—Aún eres débil. Será mejor que te quedes.

Brisa descendió rápidamente, pero a mitad de camino fue atacada por algunos de esos monstruos. Sin embargo, pudo vencerlos sin riesgo alguno.

Por otro lado, Arturo se preguntaba si estaba bien no ayudar. Brisa tenía algo de razón, su poder no estaba del todo desarrollado y no estaba seguro si podía derrotar a esos monstruos como lo hizo su compañera hace poco. La vez que luchó con aquel elfo oscuro en la cueva, hubiera muerto si no fuera por Brisa quien lo ayudó. Pero si no ayudaba y sus compañeras morían, no se lo iba a perdonar durante toda su vida. Sus manos temblaban y sentía un nudo en la garganta.

—¡Maldición! —Golpeó el suelo con fuerza. Volvió a meditarlo y, tras hacerlo, tomó el coraje para saltar—. No quería hacer esto, pero tendré que.

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—¿Estos monstruos no se acaban? —le preguntó Brisa a Daliana mientras la apoyaba a derrotar a los monstruos.

Más de estas bestias aparecieron y las rodearon. Eran muchas y su Tarén no les iba a ser suficiente para detenerlos. Entonces, para su sorpresa, Arturo apareció volando, transformando sus manos en garras y cubriendo por completo su cuerpo con escamas verdes. Cayó en el suelo y les pidió que no respiraran. En eso, de la boca del dragón comenzó a salir un humo verde; era un humo tóxico que comenzó a matar a cada Ratatosker de inmediato. Posteriormente unas alas brotaron de la espalda de Arturo, las aleteó y dispersó el humo para que sus compañeras pudieran respirar.

El joven dragón jadeaba porque tal poder lo agotaba. Brisa y Daliana quedaron boquiabierta por la apariencia nunca antes vista de Arturo. Ambas concordaron que se veía bastante bien, y admitieron que, si no fuera por él, de seguro no estarían vivas.

Arturo les sonrió apenas se calmó.

—¡No seas tonto y ven aquí, Arturo! —le gritó Daliana—. ¡Ya tenemos la flor, así que larguémonos!

—¡Sí, sí! —le respondió muy animado—. ¿¡Ya viste, Brisa, no…

En ese momento, un Ratatosker más grande surgió del suelo. Arturo no pudo escapar debido al volumen enorme de la boca de la criatura. De un solo bocado, esta se lo tragó.

—¡¡¡Arturo!!! —gritaron Brisa y Daliana.

¿Pero en qué momento? Solo fue cuestión de un segundo para ver a su compañero ser devorado. No digerían la situación; y estaban tan pasmadas que no notaron que el monstruo las miraba con sus grandes ojos morados. Este emitía un gruñido mientras se preparaba para atacarlas.

—¡Püröu Weyú! —movida por una fuerte emoción , Daliana recitó el hechizo de aquella flecha de luz que usó aquella vez con el elfo oscuro. Acertó el ataque en uno de los ojos de la criatura, pero sólo provocó que este se molestara. Dio un estruendoso rugido y comenzó a perseguirla—. ¡Rayos!

Las dos corrieron en sentidos diferentes.

—Ese maldito… ¡Distráelo, Daliana! —pidió Brisa.

Daliana supuso que Brisa tenía un plan, así que hizo lo que ella le pidió. Enojada, la joven princesa preparó el hechizo más potente que podía crear. Materializó una lanza con unas raíces que hizo brotar del suelo. Tomó una parte de su Tarén y la embulló En la lanza. Apuntó y la lanzó hacia unas branquias que tenía el monstruo en su nuca, creyendo que estas eran su punto débil.

El monstruo gritó apenas recibió el ataque, se volvió furioso hacia Brisa y después arqueó sus espalda, preparándose para atacarla.

—¡Corre, Brisa! —avisó Daliana.

Pero ya era demasiado tarde. Aún corriendo lo más rápido que podía no había forma de escapar de la criatura. Sin pensarlo, Daliana volvió a dispararle otro flecha de luz. El ataque le bastó para llamar nuevamente su atención.

Daliana saltaba entre los escombros como si estuviera en una carrera de obstáculos mientras la criatura iba tras ella.

—¡Ey, Ratatosker imbécil! ¿Te olvidas de mí? —Volvió Brisa a arrojarle otra lanza a la nuca.

Pero en esta ocasión, cuando el Ratatosker fue tras Brisa, Daliana no acertó su ataque para distraerlo.

El gran Ratatosker soltó un grito agudo y ensordecedor. Se enfureció más de lo que estaba y sacó un par de extremidades parecidas a manos de sus costados. Clavando sus ojos en la princesa, aquellas manos se estiraron velozmente hasta tomarla. Brisa pudo sentir como apretaba su cuerpo; escuchaba como algunos de sus huesos hacían crack. Desesperada, Daliana buscaba una manera de hacer que el animal la soltara. Escuchaba a Brisa gritar por el dolor. ¿Pero qué podía hacer? Solo conocía dos hechizos: Uno de ellos no servía para matarlo, y usar el otro era muy arriesgado. Pero si no hacia algo pronto, Brisa tendría el mismo destino de Arturo.

Por otra lado, Brisa no podía sentir los brazos, escupía sangre y ya casi perdía la conciencia. En eso, le dio a su amiga una mirada y le sonrió. Era como una sonrisa de alivio, y la mirada le decía: Lo lamento. Al menos moriría sabiendo que lo hizo para salvar a alguien.

—Para… —Fue la palabra que acompañaron las lágrimas de Daliana—. ¡Para ya! —Vio como el monstruo abría sus mandíbulas mientras se la llevaba a la boca—. «Por favor, detente» «Ya basta» —No podía dejar de llorar. Brevemente bajó la mirada y extendió su mano hacia la criatura—. Tulpa, yenönto sare. —Que significaba en el idioma de los dioses: Tulpa, ven aquí. Y una explosión de humo vino de su cuerpo. Y atrás de ella apareció el Tulpa con sus ojos brillantes—. Ve por él.

La rapidez del tulpa era tan descomunal que el Ratatosker no se percató que ya no tenía a Brisa en sus manos, ni siquiera tenía las manos que la sujetaban. Enojado, se abalanzó contra el Tulpa, pero este le asestó una patadas en el estómago antes que pudiera alcanzarlo, obligándolo a vomitar a Arturo.

Mientras ambas criaturas se peleaban, Daliana, que estaba en un lugar seguro controlando al Tulpa, corrió hacia sus compañeros. Brisa lloraba del dolor, pues tenía roto un brazo y varias costillas. Arturo, cubierto de vómito, no despertaba por más que Daliana lo samaqueara. Les dio de beber una pócima de curación y los apartó del camino.

El combate de los monstruos era devastador. Mantenían una lucha sin cuartel y cada uno se negaba a mostrar clemencia ni piedad. Los golpes retumbaron por todo el interior de la cueva, y la sangre de ambos comenzaban a adornar el suelo. Y, en un momento, el cuerpo de Daliana se precipitó. Las embestidas y mordiscos que le hacía él Ratatosker al Tulpa también le afectaba a ella. Sentía cada uno de los golpes y el dolor era insoportable. Y cuando estuvo a  punto de desmayar, escuchó a lo lejos una voz que le decía: «No desmayes» «¡Vamos, despierta!» «¿Me escuchas?» «¡¡¡Despierta!!!».

Daliana abrió los ojos y se levantó eufórica, apoyó fuertemente sus pies en el suelo y le entregó más poder mágico al Tulpa, creando un vínculo más fuerte con él. Este dio un estruendoso grito, se dejó atravesar el abdomen por un ataque para poder acercarse y tomar al Ratatosker por sus mandíbulas. Las jaló con tal fuerza que consiguió desprenderlas por completo.

Daliana cayó hincada en el suelo. El vínculo total con el Tulpa agotó todo su Tarén. Estaba magullada, y su nariz y ojo izquierdo sangraban. Después de recuperar un poco sus sentidos, vio al Tulpa caminar hacia ella. Fue poseída entonces por el pánico al notar que este no le obedecía que se detuviera. ¿Acaso aquel vínculo total había hecho que este tomara conciencia propia? ¿La mataría? Pensó en su abuela, en Gina, en Brisa y en Arturo. Enseguida le gritó con voz trémula:

—¡Soy tu invocadora, no puedes matarme!

Ella cerró los ojos y extendió sus brazos hacia él, dando a entender que aceptara su muerte, pues ya no podía defenderse ni había nadie que la salvara.

Solo después de un momento percibió que no había acontecido nada; todo había quedado en un profundo silencio. Abrió los ojos y se percató que el Tulpa estaba postrado frente a ella. Estaba tan cerca que pudo ver con claridad sus ojos brillantes. Sintió curiosidad y pasó su mano por el brazo de él que se apoyaba en su rodilla. El Tulpa ni se movió, y Daliana escuchaba el gruñido bajo y constante que este hacía. Era bastante peculiar su textura, como si se tratara de un reptil.

—Por favor —le dijo. Ya no tenía fuerzas ni para hablar, sin embargo, hizo el esfuerzo—. Por favor, llévanos a casa con mi abuela.

Al decir esto, ella cayó inconsciente.

El Tulpa se puso sobre sus pies y acomodó a los tres entre sus largos brazos. Dio media vuelta y comenzó a andar, dejando atrás la flor.

Evangelio CarmesíWhere stories live. Discover now