Capítulo 22.

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Podemos ir a un parque, o tal vez al museo —comentaba  Serafina. Miraba su celular en busca de algún lugar donde llevar a Daliana y sus amigos para que pasaran un día confortable.

—¡Ey! —exhortó Daliana. Pero Serafina seguía mirando su celular—. ¡Ey, Serafina estoy hablando contigo! —gritó. La mujer enseguida se detuvo—. ¿Acaso no me oyes? Te dije que quiero saber cómo…

—Sí, ya te escuché, Daliana. —Se quedó un momento en silencio, mirando al cielo. Exhaló un profundo suspiro—. Pero no puedo hacerlo.

—¿Cómo que no?

Miguel, lleva a los otros tres a casa, por favor. Yo hablaré con Daliana.

Súbitamente se escuchó un aleteo y ellos desaparecieron.

Serafina tomó la mano de Daliana y chasqueó los dedos. Una brisa fresca agitó sus cabellos. Aquella brisa desvaneció todo a su alrededor, reemplazándolo por un lugar donde la luz no tenía cavidad alguna. No se distinguía más que un negro absoluto. El lugar estaba muy calmado, pero a medida que miraba a su en torno, empezó a aparecer un montón de nebulosas luces que mostraban la vida de Serafina, desde la infancia hasta el presente. Las imágenes cambiaban a medida que caminaban, tornándose parcialmente visibles al pasar frente a alguna de ellas.

—¿Qué es este lugar?

—Es mi subconsciente. —Se detuvo frente a un recuerdo en específico—. Antes de crear a los humanos, mi padre me ordenó que no fueran dotados con el él Tarén. No entendía por qué, Pero obedecí sin rechistar. —Daliana comenzó a experimentar aquel recuerdo en carne propia—. A diferencia de los demás, mis hijos eran la única raza sin magia en Gardenia. Sin embargo, los despreciaba.

»Los humanos eran débiles sin. Si se lastimaban, no podían sanar sus heridas de inmediato. Sentía que no eran una creación perfecta. Así que un día decidí crear al primer humano con Tarén; uno que fuera a mi imagen y semejanza. Ese fuiste tú, Daliana. Comencé a trabajar con tus poderes, pero al conseguir activarlos, absorbiste una mayor parte del mío. Eso me debilitó muchísimo. Intenté remediarlo, pero todo fue de mal a peor. Comenzaste a absorber el poder de los árboles, de los animales e incluso de algunos  dioses. Al enterarse, mi padre se llenó de miedo.

»Conseguí desactivar tú Tarén a tiempo, pero ya mi padre te veía como una amenaza... Mejor dicho, los veía a todos ustedes como una. Incluso a mí. Así que mandó a sus caballeros a deshacerse de todos los humanos que había creado.

»Yo debía ser encarcelada en el Tártaro, pero Morrigan me envió a este mundo. Aún estaba desordenado, lleno de oscuridad y tinieblas. Intenté volver por ti, pero no pude. Vagué sin rumbo por la faz de aguas apagadas durante miles de años, buscando alguna brecha que conectara los dos mundo, sin embargo, no la encontré. No tuve más remedio que asentarme en este lugar. Solo me bastó decir: Sea la luz, y fue la luz. Aparté la luz de las tinieblas y produje una tierra llena de hierba verde y árboles que daban frutos. Creé después a los ángeles, a las grandes ballenas y animales de la tierra según su especie. Y luego volví a crear a los humanos. No quería cometer el mismo error así que solo los doté con inteligencia y les di potestad sobre los peces de la mar, las aves de los cielos, las bestias, y sobre toda la tierra. Era mi mundo ahora. Y esta vez yo sería su legítimo y único dios.

—¿Por qué me muestras todo esto?

—Solo quería que supieras lo que sucedió. —Su vista se perdió en otros recuerdos—. Daliana, que mi padre se quiera deshacer de ti es porque te teme. Y no dejaré que vuelvas a ese mundo.

—Pero Darren, Gina, el padre y hermano de Iris. Ellos…

—Están bien —le aseguró, mostrándole una imagen donde estaban ocultos en una cueva—. Comparto mis recuerdos con Morrigan. Lo veo a través de sus ojos, así que no tienes de que preocuparte. —Daliana buscó preguntarle otra cosa, pero la diosa le acarició el cabello para luego tomarla de la mano nuevamente—. Es hora de que te enseñe algo más.

Daliana experimento cada momento en la vida de Serafina. Cada vez más antiguos, desde su niñez hasta su vida adulta. Habían también recuerdos con los antiguos humanos, con su hermano Morrigan, juegos, sus triunfos, sus frustraciones, incluso la evolución de los nuevos humanos con el pasar de los años.

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La luz de luna entraba por el ventanal de un lujoso apartamento en la ciudad. Daliana, desde el balcón, apreciaba la magnífica ciudad que se exhibía ante ella. A pesar de ser extraño para ella, le parecía bastante hermosa. El edificio frente a ella parecía un gigante. A diferencia de dónde venía, las calles eran negras y bastante iluminadas. A lo lejos se veían algunas personas caminando y aquellos carruajes sin caballos. De alguna manera le gustaba, pero su necesidad de volver aún persistía en ella.

Poco después escuchó un perezoso sonido que se aproxima a ella.

—¿No puedes dormir? —le preguntó Arturo. Este traía consigo dos vasos llenos con una crema congelada.

—No. ¿Y tú? —Tomó el vaso que le ofreció su amigo.

—Salí por un poco de helado de vainilla.

—¿No te cansas de comer esto? Ya es el quinto que llevas en menos de un día.

—Es que sabe muy bien.

—¡Je, je, je! Tienes razón, sabe de maravilla —admitió. Hubo luego un momento de silencio. Apoyó la espalda contra el espaldar de la silla. Levantó la mirada y vio las estrellas que parecían miles de luciérnagas pegadas sobre un telón negro—. Tal vez no podamos volver nunca, Arturo.

—Pues… creo que no estaría mal si nos quedamos —confesó él.

—¿Qué?

—Solo piénsalo, Daliana. Aquí no hay dioses que te quieran matar. Podríamos tener una buena vida. Allá estaríamos huyendo.

—Pero no estaremos con nuestros amigos. Si nos quedamos, Brisa no verá más a su padre, tú menos verás a los tuyos. Iris y yo no sabemos con exactitud si nuestra familia aún sigue viva. Si te quieres quedar, hazlo, Arturo, pero recuerda que aquel es mi hogar, nuestro hogar. Yo seguiré buscando la manera de volver.

Al final se dio cuenta de que Daliana tenía razón. Estaba siendo egoísta con sus razones para quedarse, así que abandonó esa decisión.

—¿Sabes qué? Tienes razón —admitió—. Averigüemos cómo volver. —Enseguida bostezó—. Pero comencemos luego de que salga el sol.

Daliana sonrió con satisfacción.

—Buenas noches, Arturo.

—Intenta descansar, Daliana.

—Lo intentaré.

Tras varias horas de insomnio, Daliana consiguió dormirse casi al amanecer. Estaba soñando con su abuela cuando de repente sintió que alguien tocó su hombro. “Daliana, despierta”, le dijo una voz suave, pero insistente. Abrió los ojos y vio a Brisa, algo preocupada, frente a ella.

—Hay un hombre extraño en la cocina —le dijo.

Los cuatro salieron de la habitación y se acercaron cautelosamente a la cocina. Allí vieron a un hombre desconocido, con un gorro alto y plisado en la cabeza, y un delantal cubriendo cuerpo. Parecía estar cocinando algo.

—¿Quién eres tú? —no tardaron en preguntar, prevenidos a la primera señal de peligro.

—Despertaron —les respondió con un tono neutro. Su voz era profunda y grave—. Mi nombre es Saquiel, y soy un ángel. Dios me ha dejado a cargo de ustedes mientras resuelve unos asuntos en el cielo.

—¿Por Dios te refieres a Serafina? —indagó Daliana.

—Así es. ¿Quieren desayunar?

Saquiel no habló mientras le servía la comida. Parecía una persona sin emociones. Notaron que, a diferencia de Miguel, este tenía un aspecto más humano. Tenía una piel blanca, y sus ojos eran de un azul intenso y misterioso. Era alto y delgado, y tenía un porte imponente.

—¿Qué es? —preguntó Brisa al sentarse a la mesa. Observó  el contenido de su plato, tratando de adivinar qué era. Era una cosa voluminosa envuelta en hojas de plátano y amarrada con hilos.

—Los humanos de esta región lo llaman Hallaca —le dijo en un tono solemne—. En estas fechas habitúan comer de estás cosas.

—Nunca he comido hojas de plátano cocida, pero de seguro son buenas para la digestión —alegó Iris. Enseguida escudriñó el hilo que rodeaba las hojas—. ¿Aquí se comen las fibras de pita? —enseguida preguntó.

—No. Las hojas tampoco. —Saquiel cortó los hilos y desenvolvió con cuidado las hojas hasta dar con una masa coloreada—. Eso es lo que deben comer. Está hecho con masa de maíz rellena con un guiso de carne de cerdo.

—Lo siento —le dijo—, pero no consumo alimentos que contengan algún tipo de animal. —Deslizó el plato hacia un lado.

—Lo lamento mucho. No lo sabía.

—No se preocupe. ¿Tiene algunas frutas?

—Allí, en la nevera. —Señaló.

Ella se levantó de la mesa, abrió la puerta y empezó a buscar entre el montón de cosas que había. Finalmente, eligió par de manzanas y un melón que debía cortar antes. 

—De lo que se pierde la princesa Iris —juzgó Brisa, dando luego un bocado a su comida. Maravillada con el nuevo sabor que sentía en su paladar, les pidió a sus compañeros que comieran también.

—¡Qué rico! —exclamaron extasiados los otros dos.

—Se los dije.

—Oye, Saquiel, ¿tú no comerás? —le preguntó Daliana.

—A diferencia de ustedes, los ángeles podemos sobrevivir sin consumir alimentos.

—Ya veo.

Continuaron comiendo, pero de repente notaron una mirada curiosa observándolos. La mirada de Saquiel era como una lámpara, penetrante y fija; Enseguida se incomodaron.

—¿Sucede algo? —no tardó en preguntar Daliana.

—Entre todas las cosas, ustedes son las criaturas más curiosas que he visto. ¿Qué son ustedes? —un dragón, una elfa y una hada, fueron las respuestas. Miró Saquiel después a Daliana—. ¿Y tú? Tienes un poder muy similar al de Dios.

—Solo soy una humana con una cualidad especial.

Saquiel se llenó tanto de curiosidad que comenzó a formularles preguntas, una tras otra. Al poco tiempo, la mesa estaba llena de conversaciones curiosas y triviales, pero divertidas. Se hizo un ambiente relajado y agradable. El ángel parecía por fin ser más abierto, y los demás comenzaron a sentirse más cómodos.

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Iris miraba el cúmulo de ollas y platos en el fregadero. Se había ofrecido a ayudar pero no sabía cómo hacerlo. Estaba acostumbrada a que sus criadas lo hicieran en el castillo, así que nunca se había preocupado por tan sencilla tarea como lavar unos platos. Sin embargo, esta vez, quería aprender a hacerlo. Miró de nuevo los platos sucios y suspiró.

—Yo lavo y tú secas. ¿Te parece? —escuchó decir. Era Daliana. Iris asintió y cogió un trapo.

El ruido de los platos enjuagándose resonaba en la cocina mientras que Brisa y Arturo estaban sentados en el sofá de la sala, fascinados con la pantalla de la televisión. Era la cosa con imágenes y los sonidos exóticos más increíble que hubieran visto. El programa que transmitían trataba sobre un ángel caído que resolvía casos junto a una detective de la policía, y ambos estaban encantados. Incluso Brisa intentó recrear uno de los hechizos que usaba el protagonista en el programa: Dime, ¿Qué es lo que deseas?, repitió mirando a Arturo a los ojos. Este inmediatamente abrió lo ojos de par en par, y de manera inconsciente, confesó que quería un helado de mantecado; confesión que hizo que Brisa de retorciera de la risa.

Arturo parpadeó lentamente. Estaba algo confundido. Sentía como si hubiera despertado de un sueño extraño. Poco a poco se acordaba de lo que había sucedido y comenzó a molestarse. Miró a Brisa con cara de enojo, y esta se encogió de hombros con una sonrisa impávida.

—¿Te molestaste? —Él no contesto y continuó viendo la televisión—. ¡Lo siento mucho!, ¿está bien? No pretendía ofenderte. —Intentó ser lo más sincera posible con su disculpa. Pero en el fondo, muy dentro, no podía parar de reír.

—¿Qué están viendo? —Daliana entró a la sala poco después de haber lavado los platos.

Ambos se volvieron a mirarla, y Brisa le contestó:

—Algo llamado “Lucifer”.

—¿Lucifer? —se preguntó—. Oye, Saquiel, ¿acaso Lucifer no era uno de ustedes?

—En efecto —le confirmó el ángel.

—¿El ángel malo de quien nos hablaste? —preguntó Arturo.

—Pero aquí no parece malo. Ayuda a la detective Chloe a resolver crímenes —abogó Brisa—. Además, es muy apuesto.

—Ese no es el verdadero Lucifer. El que ven ustedes es el actor que hace de él en la serie —habló de nuevo el ángel—. Todo en ella está muy lejos de la realidad. Lucifer es malvado.

—¿Y qué es una serie? —cuestionó Iris.

—Una serie es un conjunto de episodios compuestos por secuencias narrativas, o arcos narrativos, interconectados en una historia más grande. Cada episodio en una serie presenta una trama individual, pero se relacionan entre sí para construir una historia continua.

—Saquiel, en nuestro idioma, por favor —le pidió Daliana.

—Pero les estoy hablando en su idioma.

Ante la inocencia de Saquiel, los demás rieron.

—Es una forma de decir que no entendimos, Saquiel —explicó Arturo.

—Bueno, ¿ya qué? A mí me está gustando esta serie y continuaré viéndola —alegó Brisa mientras se acomodaba aún más en el sofá. Arturo concordó con ella y también se puso cómodo.

—Iris y yo saldremos a caminar.

—Las acompaño —ofreció el ángel.

—Vamos entonces.

Al poco tiempo de haber salido, Arturo estaba de pie junto al ventanal, observando como sus amigos se alejaban. Se volvió hacia Brisa y dijo:

—Cocinaré algo, me muero de hambre.

—Pero acabamos de comer.

—Sí, pero no me llené. —Fue hasta la nevera y cogió unos huevos—. Haré huevos sancochados. ¿Quieres uno?

—Bueno, ¿Por qué no?

Ambos cruzaron la cocina y Arturo  abrió la puerta del microondas. Le dieron una mirada de asombro mientras colocaban los huevos sobre el plato.

—¿Estás seguro que así se hace un huevo sancochado? —Brisa comenzaba a tener un mal presentimiento. Nunca antes había cocinado, pero estaba segura de que así no era la manera de hacerlo.

—Por supuesto que sí —le aseguró Arturo con una determinada seguridad—. Vi a Saquiel hacerlo con el desayuno. Está caja mágica cocina de todo.

El mal presentimiento de Brisa continuaba, pero tenía curiosidad por ver qué pasaría. Luego, Arturo ajustó los niveles del microondas. Los números “2:00” se reflejaba en la pantalla. Con eso creo que bastará, dijo. Y presionó el botón "Empieza", y se quedaron inmóviles, con aquella mirada curiosa clavada en el interior del microondas. Los huevos empezaron a moverse en el plato. Un minuto pasó y parecían no estar hechos aún. De repente, uno de los huevos se estalló y salpicó el interior. El inesperado sonido los sorprendió tanto que brisa gritó y se agarró a Arturo. Luego estalló el segundo, el tercero, y por último, el cuarto.  Ambos quedaron petrificados, y con los ojos abiertos como platos. Se miraron entre sí antes de abrir la puerta del aparato.

—¡Mira lo que has hecho, Arturo! —exclamó la niña—. Limpiemos esto antes de que los demás lleguen.

Él solo asintió. Creía haber dañado el microondas y no sabía que hacer para remediarlo. Tenía miedo de que Serafina se enojara con él.

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—¿Por qué trajiste esa guadaña contigo? —preguntó Iris, caminando nuevamente por la plaza junto a Daliana y Saquiel.

—Quiero intentarlo una vez más. No pienso quedarme en este lugar. —Caminó por todos lados, buscando cualquier señal de rasgadura en el espacio que la devolviera a su mundo. Pero no halló nada, ni siquiera un agujero en el suelo. La guadaña también era inservible. Frustrada, se sentó en el suelo—. Saquiel, dime qué conoces alguna manera de volver a nuestro mundo.

—Lo lamento, pero no —le dijo con voz clara—. Viajar entre mundos requiere de una cantidad enorme de magia. Los únicos en este mundo que pueden llegar tan lejos son Dios y…

—¡Y yo! —De repente escucharon una voz atrás de ellos. Los tres se volvieron de inmediato—. ¡Hola, chicos! —Era un hombre. Se veía bastante relajado, con las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta. Hasta los miraba con una sonrisa siniestra y burlona.

—¡Lucifer!

El ángel Saquiel, ahora con una expresión de seriedad en el rostro, hizo aparecer una espada en su mano y corrió hacia él. Lucifer cerró los ojos y respiró hondo. Aquel respiro mostraba molestia. Los múltiples ataques de distintos ángeles cuando salía a hacer de las suyas ya no le parecía divertido. No le importaba para nada Saquiel, así que hombre, con sus dedos bien estirados, dio un chasquido y lo hizo desaparecer justo antes de que la espada alcanzara su corazón.

—¡Owww!, eso estuvo cerca. —Eso le había divertido mucho. Iris y Daliana se quedaron en silencio, con los ojos fijos en él—. ¿Qué? No lo maté, ¿okey? Solo lo mandé a otro lado. —Sacó una sonrisa serena.

—No te creo. No eres más que un sucio mentiroso.

—¡Auch! —dijo en un tono exagerado tras oír aquella frase tan ofensiva para él. Pero no sé había ofendido en absoluto—. ¿Mi madre te dijo eso de mí? ¿No te dijo también que soy un ser vil y despiadado?

—Lo hizo. Y no te tengo miedo.

—Tú no, pero ella sí. —Miró a Iris. Intentó caminar hacia ellas, pero se detuvo al ver la hoja de la guadaña cerca de su cuello. Los labios se le retorcieron en una extraña sonrisa.

—Aléjate de nosotras. —La voz de Daliana era fría y dura. Su expresión era como la de una furiosa leona. 

Lucifer tenía las manos en alto, en un gesto de rendición. Pero de pronto comenzó a aplaudir mientras reía.

—Eres muy valiente para ser una niña —admitió—. Y por eso te daré una recompensa. —El hombre alzó su mano nuevamente y movió un  dedo de forma rápida y precisa. En un instante, una pequeña brecha apareció junto a ellos, pero enseguida se cerró.

—¿Cómo fue qué..?

—Quieres volver a tu mundo, ¿no es así? Yo te puedo ayudar. —El ángel metió la mano en su bolsillo. De allí sacó un frasco pequeño y redondo, hecho de vidrio, con una sustancia blanca muy brillante. Lo contempló y luego se lo arrojó a la niña—. Es un poco de mi gracia. La necesitarás para complementar tu poder. Así podrás volver a tu mundo. Solo voy a necesitar un favor a cambio.

—No lo haré —contestó ella si más. Era obvio que no confiaba en él.

—¿¡En serio!? —dio un exagerado suspiro de molestia—. Hasta te di mi gracia para que la guadaña funcione.

—No la necesito. —Se la lanzó de vuelta—. Encontraré otro medio.

—¡Bien, bien! —Levantó las manos en señal de rendición al mismo tiempo que daba media vuelta. Pero antes de marcharse se detuvo. Con una mano hizo un gesto de haber recordado algo—. Olvidé mencionar. No confíes en Serafina. No es quien dice ser.

Unas palabras inesperadas, sin duda. Algo que enseguida quedó atrapado en el fondo de su mente, y que ahora estaba a punto de querer saber.

—¡Espera, Lucifer! —Él se detuvo—. Dime algo. Si los ángeles son tan devotos a Serafina, ¿por qué te revelaste?

—Si conocieras a Serafina, lo entenderías.

—Háblame de ella entonces.

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