CUATRO

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Vivir en un barrio residencial a las afueras de Boston tiene muchas ventajas. Para empezar, no hay tanta contaminación en el aire, es mucho más tranquilo y tenemos garaje, algo que escasea en los edificios del centro. ¿Lo malo? Que, como he sido incapaz de aprender a conducir, tengo que pillar el autobús escolar cada día que el traidor de Hunter hace pellas y no puede llevarme a clase.

Tardo más de una hora en llegar a casa. Sin embargo, la ansiedad que siento no ha disminuido ni un ápice. No me detengo a descansar. Dejo la mochila sobre la cama, tomo aire y voy en busca de mi mejor amigo. Sé muy bien dónde encontrarlo y, aunque no lo hiciera, solo tendría que seguir el sonido de la música.

Hunter está en el garaje, fumándose un cigarrillo mientras pone a punto el viejo Chevrolet. Pese a que estamos en marzo y aún hace frío, no lleva camiseta. La espalda le brilla a causa del sudor que le cae por la columna vertebral y la tinta negra del tatuaje destaca en la palidez de su piel.

Me detengo a observarlo unos segundos. De acuerdo. Entiendo por qué su físico les gusta a las chicas. Es alto y, pese a no tener el típico cuerpo de revista, tiene músculo gracias a una genética privilegiada. Además, el tatuaje le da ese aire de adolescente sufrido y rebelde propio de las novelas juveniles.

—¿Disfrutando de las vistas?

Enrojezco, más porque me haya descubierto que porque sienta vergüenza de verdad.

—Nunca.

Hunter me sonríe, aún con el pitillo colgando de la comisura de la boca.

—Mentirosa.

Ni me molesto en bajarle del pedestal en el que se tiene. En su lugar, me acerco a la radio y la apago. Hunter se seca las manos en un viejo trapo y se aleja un poco del coche.

—¿No es peligroso? —pregunto, y señalo el cigarrillo—. Fumar cuando estás manipulando aceite y todo eso.

—No estoy cerca del motor. Solo estoy limpiando un poco los asientos —indica él, pero apaga el cigarrillo en la suela de las zapatillas de todas formas—. ¿Qué haces aquí? ¿No tendrías que estar haciendo deberes o algo así?

Ah. Le ignoro a propósito y camino alrededor del coche para ganar algo de tiempo.

Cuando el padre de Hunter murió, yo solo tenía ocho años, así que la mayoría de recuerdos que tengo de él están difusos. El sonido de su risa, cómo solía alzarme en brazos y me hacía volar por el cielo, la seguridad que transmitía. Y luego... el olor a hospital, el cambio de rutina de la madre de Hunter para poder acompañar a su marido a la quimioterapia, la cantidad de horas que Hunter y su hermana empezaron a pasar en mi casa. Recuerdo el funeral, el llanto de Hunter. Aquel día, no le solté la mano y ni siquiera consiguieron separarnos a la hora de dormir. Nos fuimos a la cama juntos, y solo cuando le acaricié la cabeza Hunter fue capaz de descansar.

Antes de caer rendido, me susurró: «yo quería que se fuera.»

Nunca se lo he contado a nadie. Que parte de las lágrimas que Hunter derramó ese día se debían a la culpabilidad.

Ahora casi no habla de él.

Luke Brooks era tan parecido a mi mejor amigo que sé qué es lo que Hunter ve reflejado en el espejo. Mismo pelo del color de la paja mojada. Mismos ojos verdes. Misma sonrisa ladeada y pícara.

Han pasado diez años, pero Luke sigue muy presente en su vida. Por eso, Hunter cuida tantísimo el coche que heredó de él. Nunca me lo ha dicho, pero sé que es la forma que tiene de mantener vivo el recuerdo de su padre.

—¿Iv? —pregunta Hunter. Al menos ha tenido la decencia de ponerse una camiseta—. ¿Qué ocurre?

Suspiro. Me dejo caer en una de las cajas del garaje y me paso las manos por el pelo para retirarme el flequillo de la cara.

Nunca digas nuncaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora