EL SOLITARIO ENFERMO DE TRISTEZA

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Estaba tumbado en el sucio colchón mirando al techo en medio de la oscuridad, y mientras dibujaba estrellas imaginarias recordé los días de parque junto a mi madre.
-¡Iván, hijo no le tires piedras a las palomas!-gritaba desde la banqueta.
-¡Odio esas cosas!- gruñí con la típica tiranía de un infante consentido-. ¡Son igual de sucias y desagradables que las ratas que merodean por las noches en la casa!
- ¡Ven aquí, hijo, quiero enseñarte algo!
Alcancé a observar cómo me llamaba con la mano a lo lejos.
Entonces arrojé mi última piedra con vileza, aguardando la esperanza de darle a alguna paloma, pero fallé miserablemente.
Pataleé por la rabia y frustración de no haber podido derribar a alguna de su casucha en el árbol. Finalmente me senté refunfuñando a su lado.
- ¿Por qué lo haces?- preguntó mirándome con compasión.
-¿Qué cosa?
- Quieres matarlas, ¿por qué?
- Es divertido. Además las odio.
- ¿Y por eso quieres que mueran?
-No sé.
Me tomó de las manos y me sacudió la mugre de mi ropa, miró a mis ojos con tanta ternura que puede entender en medio de mi rabieta que se sentía triste y decepcionada de mí.
-Escucha, hijo. Si alguien o algo no te agrada no significa que debas hacerle daño. Debes aprender a amar. Debes ponerte en su lugar y entender que al igual que tú tiene derecho a vivir en paz aunque sea diferente. Las diferencias nos convierten en seres únicos e irrepetibles. La nobleza es una gran virtud, pero siempre habrá quien quiera aprovecharse de ella y hacernos sentir infelices y causarnos mucho daño. Por eso debemos ser fuertes y valientes para enfrentarnos con dignidad, y te aseguro que esos animalitos son más dignos que nosotros los seres humanos.
Esas palabras de mi madre en esos domingos de parque aún resuenan en mi cabeza. La nobleza de la que alguna vez me habló ha sido la causa de todas mis miserias y desazones. Pura mierda.
Ella logró la libertad de este mundo nefasto. Hoy yace en lo profundo de mis recuerdos y alegrías. Me ha dejado solo con todo este miedo y el dolor que me carcome el alma con el cruento pasar de los años.
Detesto cada vez más a la gente. Somos un parásito destructor de mundos, almas y corazones. Devoramos vidas y las volvemos miserables; las volvemos mierda sin importarnos nada. Vivimos de estatus ficticios que no demuestran nuestra propia realidad. Nos vanagloriamos de apariencias por elevar nuestro enorme ego. Somos desechables y reemplazables. No somos nada. Somos un ente malévolo que siempre ignoramos. Somos un papel con el que se limpian el culo y desechan arrojándolos al sanitario sin compasión. Tan insignificantes, tan nada. Tan poca cosa.
La calle trae consigo cosas muy peligrosas. Un tipo mira a otro y eso en estos días en los que todos vivimos traumatizados y untados de desconfianza, altanería y odio, suele ser fatal.
Recuerdo en aquella ocasión ese viejo calvo de la tienda. Carlos, así se llamaba el decrépito y marrullero individuo. Le pedí­ prestado el encendedor para fumar mi cigarro de la mañana y se paró mirándome feo.
- Deberías aprender a no pedirle nada a nadie-dijo, dándome el encendedor de mala gana.
Entonces también lo miré feo y mientras encendía el cigarrillo le contesté:
- Vea, ahí tiene viejo marica... Gracias- le respondí, manoteando al salir.
- ¡Todo cuesta, mijo!-gritó el infeliz, desde el interior de la tienda.
- ¡Coma mierda!-le grité finalmente, alejándome de su repugnante presencia.
Caminando a paso rápido bajo el insoportable solazo del mediodía con dirección a mi casa me encontré a Germán. Era un tipo alto, robusto y calvo. Lo conocí hace un par años en el barrio, cuando me pidió un cigarrillo en el polideportivo en medio de un partido de microfútbol en el que habían goleado al equipo de sus amores. ¡Que manes más marranos!, gritaba.
Lo vi acercarse lentamente con una sonrisa maliciosa en su rostro.
-Mirá, hermano, ¿ya se pilló la mona que está asomada en la puerta blanca? ¿Sí la ve o no?
- Sí la veo, la veo-le dije fastidiado.
- ¿Qué pasa con ella?
-Como está de mamacita, ¿cierto?
- Pues sí, ahí-le dije, sin prestarle mucho interés.
-Al parecer el esposo no está en la casa. Se le nota la cara de alivio a la mojigata. Está solita y además muy hermosa para llenarla de besos-dijo Germán, muy emocionado-. Hay que salir un día de estos, Iván. Quiero presentarte a unas amiguitas.
- ¿Me vas a llevar a un putiadero?-pregunté indignado.
- No sabes lo que te pierdes- agregó.
- No me interesa saberlo.
- Eso es una chimba allá-dijo, con maliciosa sonrisa.
- ¿Ah, sí?
- Ya lo verás.
Y se largó riendo el desgraciado.
Sentí un poco de coraje. A mí no me gustaba ir por allá a ver esas viejas gordas y ajadas. Pero a veces la vida se encarga de hacernos tragar nuestras palabras.
En la soledad y el frío de mi cuarto se apoderó de mí un indeseable sentimiento, una sensación de tristeza aguda y una angustia tenaz. Los días cada vez eran más cortos. Pero larga era mi agonía ante aquel recuerdo de felicidad difuminado por el olvido al pasar los años tristes.
Las estrellas no brillaban igual aquella noche. Era un cielo cubierto por nubes negras. La melancolía tocaba indigente a mi puerta y nada parecía curar mi corazón herido por la frustración de una vida sin futuro. ¡Que pare ya esta mierda!
Esa noche miraba por la ventana de la carcomida madera ya antigua. Noté las calles enmudecidas por la ausencia y privadas de la calidez del hogar. Veía las lucecitas a los lejos titilando como llamándome a escapar de la oscuridad. Era normal escuchar a lo lejos llantos de infantes y gritos de mujeres a punto de encontrarse con la desgracia y el infierno que podía llegar a causar un hombre. Ladridos de perros callejeros y gatos que merodeaban en la basura en busca de sobras malolientes. En frente en un húmedo y obscuro callejón observe a un hombre que se refugiaba en las sombras. Su mirada estaba perdida, ida y extraña. Exhalaba varias veces suspiros de desconsuelo. Podía escuchar el tenue sonido de sus huesos temblorosos por el frío incesable de esa noche opaca. Podía sentir cómo moría en él la esperanza ajada como su rostro. Sentía su mirada yerta sobre mí y el hedor de la miseria que gritaba de su nauseabundo ser. Sufría en silencio. Con una dignidad increíble. Me sentía parte de su agonía. Me sentía parte de él. De sus entrañas moribundas, era su mirada triste, era su cara ajada, era su cuerpo viejo y cansado, era su corazón maltrecho. Estábamos vueltos mierda.

EL CARRUSEL DE LA DEMENCIAWhere stories live. Discover now