Último Tren a Londres

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El Milnombres llegó

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El Milnombres llegó. Todo estaba igual. Dio un paseo para corroborar si había novedades, sin encontrar nada diferente, excepto una nueva súbdita de color magenta fosforescente. Aquel color no era común entre los Milnombres de ningún lado, eran llamados en cierta manera, artificiales, producto de la magia de poderosos magos y brujas que usaron hechizos prohibidos.

— ¡Amo! —se abalanzó contra el principal de las criaturas que se movió para no estar núcleo con núcleo con la nueva—. Soy su más reciente súbdita, quiero que sepa que le he estuve esperando desde el momento que uno de mis compañeros me dijo que estaba en una misión especial. Durante el último tiempo, hemos organizado el lugar, botamos todos los peluches viejos y los reemplazamos con nuevos.

El principal dio tintineos continuos y se desplazó lejos de la de núcleo magenta, aunque sus intenciones fueron buenas, el resultado que obtuvo fue distinto al que esperó. Cada nube, cada juguete contaba, nadie podía cambiarlos ni un centímetro si es que no era primero con su permiso. Volvió a tintinear con más velocidad e hizo que una nube se desvaneciese en el profundo cielo al pasar por su centro.

«—Malditos sean el Señor Kazumi y su esposa Noelle», dijo para sí desde sus adentros.

«—Eres un desesperado, Ulkiruds. Te comportas como lo que eres: un niño. Lo que buscas está por llegar, espera un tiempo extra», de inmediato fue respondido por la mujer del anciano.

«—Noelle —se acordó de su nombre—. Si en el plazo de doce meses; para ser justos, un año humano, no veo cambios en mi reino, romperé el trato sin tener ningún remordimiento. Tendrán que buscarse otro chivo expiatorio»

Y mientras una discusión se trató de evitar, en Jeervalya, la rubia de rostro comparable al de una muñeca, caminó por todos los lados posibles sin encontrar el vehículo que le llevaría al destino al que debería haber ido con sus padres, porque en realidad, primero tenía que ir a un sitio distinto.

Nueve y veintinueve de la mañana, la hora en que perdí mi último tren a Londres. A las cinco de la mañana, debí de estar en el Aeropuerto Internacional de Borum, me encuentro en la triste estación del tren público de Estorné, y digo triste porque desde hace años que el gobierno no se ocupa de arreglar las rieles o dar mejor sueldo a los conductores que día a día tienen que transportar decenas de pasajeros en los gastados vagones de ventanas pequeñas. Juro por aquel adorno fallido de mi familia que en cuanto pueda haré una donación anónima, veamos si se las dan de mejorar el servicio.

Me bajé el sombrero, tenía la cartera bien asegurada en caso de que me ocurriesen situaciones incomodas. El dinero, es obvio que no faltaría, incluso podría darlo en caridad.

Me se moví de aquí para allá, sin saber que iba en círculos, hice bien en ir con zapatos de correr en lugar de los tacones con los que quise venir. Avancé en línea recta molestando a algunos extraños en busca de ayuda, uno de ellos me dijo que el mapa de la línea de trenes estaba a unas paradas de distancia y que no encontraría muchas tiendas cerca. No tuve alternativa distinta a caminar. Vi a una vendedora con dos niños a la que le compré una botella a quince coronas erebrinas, sé que es mucho, pero la mujer lo necesita más que yo.

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