04. No

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04. No

Francess Blake

Hoy no voy a la cafetería. Me limito a sentarme en el pasillo, con las piernas cruzadas y una manzana en la mano.

Me obligo a darle un bocado, porque los mareos por la falta de alimento empiezan a venir de nuevo y no quiero acabar en un hospital, principalmente porque todos se burlarían todavía más y mis padres no vendrían, recordándome otra vez lo sola que estoy.

No tengo a nadie.

Cuando la fruta entra en contacto con mi estómago, quiero vomitar. Es al instante, ni siquiera me ha dado tiempo a digerirla, pero apoyo la cabeza contra las taquillas y cierro los ojos cuando estos me arden en lágrimas.

Necesito comer.

Gorda, gorda, gorda.

Tras el segundo bocado, las náuseas aumentan. No puedo, me digo a mí misma, levantándome con prisa y metiéndome al primer baño que encuentro. Vomito, vacío lo poco que tengo en el estómago y las lágrimas, más de rabia que por el esfuerzo en si, ruedan por mis mejillas.

Salgo del cubículo, asqueada. Me limpio la boca, el familiar sabor a la bilis ya ni siquiera me molesta. Vuelvo a mirar la manzana roja, que ahora está olvidada en el suelo y lloro. Simplemente lloro, me deshago en el suelo y pateo la fruta con rabia.

Quiero gritar, golpear algo, quiero hacer tanto daño a lo que sea... Miro la maldita manzana como si fuese la razón de mis problemas y la agarro, lanzándola con fuerza a la basura.

—Joder —gruño entre dientes, apoyándome contra la pared y llorando allí, en el suelo de un baño de instituto, tan patética como siempre.

Y mi mente viaja a los trillizos, como siempre suele hacer. Porque soy tan ridícula que no puedo superar un enamoramiento infantil tonto cuando es obvio que ellos ni siquiera piensan en mí más allá que para hacerme sentir mal.

Recuerdo perfectamente que, la primera vez que me insultaron, fue todo por culpa de ellos. Tenía trece años y acabábamos de entrar al instituto. Calix dijo que "Frankie" era el diminutivo de "Frankenstein" y estuvieron todo el año llamándome así.

Los odio, los odio, los odio.

La puerta se abre y yo ya me estoy preparando para que Miranda o alguna de sus amigas se ría de mí y mis lágrimas. Posiblemente me llame ballena o gorda y escupa cerca mío o algo así antes de irse entre risas y contárselo a todo el mundo.

Sin embargo, no es ninguna de ellas. Es Virginia Lennox y está manchada de lo que parece ser salsa de tomate.

No me molesto en preguntar, demasiado enfrascada en mi propia espiral de rabia y dolor como para preocuparme. Ella se limpia la cara, dedicándome una mirada rápida a través del espejo.

—¿Estás bien? —me pregunta unos minutos después.

Quiero reírme de ironía. ¿Cómo voy a estar bien?

—No —mi voz suena un poco más brusca de lo que pretendo, pero no tengo la energía suficiente como para controlar mi actitud.

—¿Qué ha pasado?

Eso me enfurece un poco más. ¿Por qué pregunta, si quiera? ¿Qué más le da?

—¿Te importa? —gruño— ¿Le importa a alguien, a caso?

Y mi mente ya sabe la respuesta a esa pregunta.

No. No, no, no. No. No. No. No, no, no, no, no, no, no. No. No. No, no y no. No. No. No, no, no. No. No. No. No, no, no, no, no, no, no. No. No. No, no y no. No. No. No, no, no. No. No. No. No, no, no, no, no, no, no. No. No. No, no y no. No. No. No, no, no. No. No. No. No, no, no, no, no, no, no. No. No. No, no y no. No. No. No, no, no. No. No. No. No, no, no, no, no, no, no. No. No. No, no y no. No.

—No, de hecho —se mira al espejo, su respuesta ni siquiera me duele. No, no, no, no, no, no, no, no, no, no...—. Si esperas que a alguien le importe tu vida tanto como para salvarte, morirás esperando.

Pero, a pesar de sus crudas palabras, siento que Virginia, una pequeñísima parte de Virginia, si intenta salvarme. O, por lo menos, intenta que yo me salve. ¿Por qué, si no, iba a malgastar su tiempo y saliva en darme consejos? ¿A mí? ¿A la gorda inútil y asquerosa?

Es posible que ese sea el motivo por la que las palabras escapen de mí sin preguntar. Porque, si sigo callándolas, me ahogarán.

—Solíamos ser amigos, ¿sabes? Ahora mandan a todo el mundo a que me humillen y acosen. Los odio tanto.

—¿Hablas de los trillizos? —inquiere. Yo no respondo, no quiero responder, no quiero admitirlo— ¿A ti también te acosan?

Mi sonrisa se vuelve agria cuando levanto un poco mi camiseta y bajo el pantalón. La marca está ahí, igual que siempre, y el recuerdo inmortalizado de lo idiota que fui se marca en mi piel como un tatuaje. Virginia jadea con horror, y una parte de mí dice que es por el pliegue de mi barriga a pesar de que es obvio que lo hace por la quemadura.

—¿Tú también...? —mis sospechas de que Virginia también está marcada, de que es una diabla, se confirman.

Ella sí tiene faceta de diabla. Ella sí podría soportarlos, enfrentarlos, disfrutarlos...

—En mi defensa, yo me dejé —me encojo de hombros, intentando que el dolor no me ahogue—. Aunque probablemente ya no signifique nada para ninguno de ellos.

Puede que incluso hayan buscado otras diablas. Quizá Calix me ha cambiado por otra, más delgada, más fuerte, más como... Más como Virginia.

—No lo entiendo —ella se ve confundida y yo decido que si no hablo las palabras me quemarán por dentro.

Amo el fuego, pero es jodidamente doloroso.

—Somos vecinos —le explico—. De pequeños, solíamos ser inseparables, pero el verano antes de empezar el instituto pasó algo, no sé el qué, pero cambiaron —no le cuento todo el drama de la sangre o de sus familiares siendo asesinos. Luego, confieso aquello que también me atormenta desde hace mucho tiempo—. A veces, creo que es porque yo estaba gorda y ellos empezaron a querer follarse a chicas delgadas y con cuerpazos, así como tú.

La grosería retumba en mi cabeza y me sonrojo un poco. No suelo decir palabras como follar, tetas, o cosas por el estilo, así que me avergüenza un poco usar ese vocabulario.

—¿Sabes? Puede que yo esté delgada, pero no soy ni la mitad de valiosa que tú, Frankie —mentira, mentira, mentira—. Hay mil chicas como yo, todas somos iguales: rubias, con tetas y muy zorras; pero eres la primera persona que conozco que es tan... auténtica. Nunca cambies, por favor.

No puedo contener el sollozo que sale de mi garganta. La abrazo, de forma inconsciente, y estoy esperando que me empuje y se ría de mí, pero Virginia me devuelve el abrazo con fuerza. Es como si ella también hubiese necesitado algo así durante mucho tiempo.

Tal vez, ella y yo no somos tan diferentes.

—Quiero pedirte un favor —murmura cuando nos separamos—. Conoces a los trillizos, ¿verdad?

Me encojo de hombros, sin saber bien qué responder a esa pregunta.

—Los conocí en su momento.

—Necesito que me digas todo lo que sabes de ellos —me pide—. Si tengo que enfrentarme a ellos y no morir en el intento, necesitaré información. Mucha información.

CALIX (SDR 3)Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt