Epílogo

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—¡Es hora!— Escuché una voz conocida, era Iktan, un estratega hábil y un guerrero valiente con quién había librado varias batallas

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—¡Es hora!— Escuché una voz conocida, era Iktan, un estratega hábil y un guerrero valiente con quién había librado varias batallas. Hace no mucho había obedecido mis ordenes, y ahora era el encargado de llevarme a escuchar mi sentencia. 

Desde la captura de Lilith había permanecido en oscuridad absoluta, confinado a un pequeño espacio pequeño sellado por completo, sin ver un mísero rayo de luz.

Por lo que al abrir mi prisión la luz ahora era una tortura para mí, después de tanto tiempo en la oscuridad. Los Dioses que estaban presentes ya tenían un veredicto por haber usado a una de las diosas más queridas a la muerte, a la princesa favorita de muchos. Xilonen era la encargada de llenar de bellas flores los jardines de aquel lugar, de llenar de vida cada rincón del universo, ella misma escogía con dedicación los hijos que a cada pareja le tocaría. Era cierto que la vida seguiría sin ella, pero no tendría la misma belleza, ni habría mejor custodia de la nueva vida.

Caminaba con el peso de gruesas cadenas, mi sentencia era clara, lo sabía. Había sido despojado de mis ropas que me identificaban y honraban como noble, ahora solo vestía algo sencillo de manta, muy lejos de como vestían a un noble guerrero. Aún así caminaba sin miedo, con valor, aceptaría con gusto la muerte, para reivindicar mi honor.

Grandes columnas se erigían, en el dorado lugar. Los rayos del Dios del Sol calentaban el lugar, sobre todo, mi helado cuerpo que no había sentido el calor del sol. El Dios Sol era altivo pero extrañaba el calor de sus rayos sobre mi piel. Cada uno de los dioses tenía una tarea, era guardián de alguna parte esencial de la vida, del ciclo de la vida. 

Llegué entonces a un salón amplio donde estaban reunidos los pocos dioses que quedaban,  algunos trataban de restaurar el desorden que Lilith había dejado, así que debían de seguir en medio del caos. Los Dioses estaban tan absortos en su discusión que ni el ruido de mis pesadas cadenas los había hecho reaccionar.

No se dieron cuenta de que estaba en la sala, ellos parecían tener una preocupación aún mayor, debía ser realmente urgente para que se hayan olvidado de que también debían dictar mi sentencia.

Cada dios era diferente, cada deidad era un representante de una parte vital de de la vida como la conocíamos, ahí estaba la dama del destino Tonalcihuatl. Tanok el Dios del Sol, vestido con ropas doradas. Estaba Citalli la gobernadora de las estrellas. Se encontraba Tlaloc, el Dios de la lluvia, con ese aspecto sombrío, y Ehecatl el Dios del Viento.

—Alguien debe de sacrificarse, debe de haber alguien que se encargue de llevar las almas a donde corresponden. No podemos dejar que esas almas se pierdan, que solo desaparezcan. — Dijo con severidad Tanok, mientras sostenía en su mano un cetro con rayos resplandecientes, y una esfera rojiza. 

—Nadie quiere esa tarea, nadie quiera una vida en soledad. Una eternidad en las sombras. Una eternidad en completo aislamiento.— Escuché que decía otra persona, esta vez era el Dios de la guerra, Tezcatlipoca. Quién lideraba el consejo de los Dioses en lugar del Dios Creador.

Cuando la muerte se enamoreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora