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Corrí por los pasillos del colegio desesperada y tirando de mi falda hacia abajo para que no se subiera con exageración por mis adoradas piernas largas.

Cuando visualicé a mis amigas a lo lejos me acerqué a ellas con el temor invadiendo todo mi cuerpo por si al nerd se le ocurría aparecer en campo de visión. Si eso llegara a suceder le propinaría un golpe que recordaría de por vida.

Si no había llamado a la policía el domingo por la mañana era porque no sabía en qué clases de cosas me había metido en la noche del sábado.

—¡Chicas! —grité, cuando tuve a la rubia frente a mí junto con el séquito.

Estaban todas en la cafetería acompañadas de todo el equipo de futbol americano. Un segundo después de que gritara con tal desesperación, todos voltearon a verme con rostros confundidos. Me extrañé al sentir que me veían como si fuera un mismísimo fantasma vagando por el colegio. No le di importancia, tomé asiento en la punta de la mesa, mi lugar desde siempre y miré directamente a mi mejor amiga.

—¡No sabes la horrible cosa que me pasó anoche! —chillé, reteniendo las lágrimas para que el rímel no se me corriera si lloraba. Además llorar era de idiota y yo no me lo permitiría mucho menos estando presente el chico que me gustaba: el mariscal de campo.

La rubia, todavía mirándome con ojos anonadados, volteó para echar un vistazo a los demás de la mesa y finalmente mirarme a mí nuevamente.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miran así? ¿Acaso ya se enteraron?

Ella negó con su cabeza y finalmente preguntó qué demonios había pasado el día anterior.

Les relaté todo desde que abrí mis ojos, desde el dolor de cabeza y hasta que me di un baño con ferocidad, terminando con:

—¡El insecto apestoso estaba en mi casa! —exclamé, angustiada y llevándome una mano al corazón.

Mi amiga finalmente salió de su estupor y se levantó para rodearme con sus brazos. Arrugué mi frente cuando me apretó contra su cuerpo y miré a todos los demás con extrañeza. ¿Por qué me estaba abrazando? Jamás lo había hecho antes, era extraño que lo hiciera.

—Volviste. —susurró, con la voz tan bajita que solo fui capaz de escucharla yo.

Eso me extrañó aún más, pero no dije nada. Todavía no quería saber la verdad. De cualquier manera, le devolví el abrazo y segundos después ambas volvimos a nuestros asientos.

—¿Qué les pasa a todos? —cuestioné, medio asustada medio perdida.

Ella miró al séquito y luego me observó a mí nuevamente. Puso una mano sobre la mía y procedió a decirme algo que no me esperaba en lo absoluto.

—Te acompaño a enfermería, no te preocupes por nada.

Él y su imperfecta perfecciónWhere stories live. Discover now