Pizza.

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AMAIA:

El viento frío de marzo sopla, y un escalofrío me recorre el cuerpo. Cubro mi hombro desnudo con la sábana blanca del hotel y separo mi pelo de la espalda para que lo mueva el viento.

Empieza a amanecer entre las ranuras que separan la multitud de edificios elevados desde el suelo de Tenerife. Por allí, aparece el sol; dando la bienvenida al nuevo día.

Cuando era pequeña tenía muy claro que por el día se veía el Sol. Por la noche, la luna. El sol era muy obediente, casi tanto como mi hermano Javier; pues siempre que era de día, aparecía. La luna, por el contrario, era más despistada y había momentos en los que aunque no fuera de noche, salía de casa y se la podía ver. Me gustaba imaginar que alguien, no sé muy bien quien, la reñiría al igual que hacían conmigo cuando no recogía los juguetes o me mordía las uñas.

O era noche o era día. Blanco o negro. No había gris.

Con el tiempo aprendí a disfrutar de los pequeños momentos entre algo y algo. Esos pequeños términos medios de los que la gente no está acostumbrada a disfrutar.

El sol avanza poco a poco y empieza a reflejarse en las ventanas de los edificios que tenemos a nuestro alrededor. Estamos alojados lo suficientemente altos como para que los transeúntes que caminan por la calle, inmersos en su rutina del día a día, no me reconozcan si miran hacia arriba. Si lo hicieran sólo verían una chica envuelta en una sábana blanca, quizás algunos podrían adivinar mi desnudez bajo la sábana pero en ningún momento sabrían que soy yo. Si miraran hacia arriba… aunque sé que no lo harán.

Busco la luna hasta que la encuentro. Está a mi izquierda pero no brilla como anoche.

Anoche…

Unos brazos me rodean. Una barbilla se apoya sobre mi hombro. El viento sopla y veo como el vello de sus brazos se eriza. Alfred, al contrario que yo, no está desnudo. Ha tenido la precaución de cubrirse con unos boxers rojos antes de salir al balcón.

Me doy la vuelta entre sus brazos y abro la sábana que me cubre mostrándome en todo mi esplendor antes de rodearnos a los dos con ella. No hablamos. Tampoco hace falta. Entierro la cabeza en su pecho y me quedo allí, respirando su olor. Y entonces recuerdo.

Amanecimos en Madrid un 13 de Marzo, hace menos de 48 horas, sin saber la intensidad de lo que nos quedaba por delante. Recuerdo perfectamente a Alfred entre sábanas de otro hotel abriendo un sobre, el primero de los regalos por su cumpleaños. Y yo, expectante, deseando que le hiciera ilusión.

Recuerdo su gritito de emoción y su abrazo fuerte. Creo que ha sido la vez que más rápido he visto a Alfred levantarse de la cama, ducharse y vestirse…

Media hora en taxi y unos churros con chocolate después entrabamos el teatro Lope de Vega. La mano de Alfred me aferraba fuerte y tiraba de mí hacia todos los sitios. Me soltaba diálogos de las películas cada dos por tres, visitamos la sala común, algunas de las clases y hasta bebimos cerveza de mantequilla.

Después de pasearnos entre dragones, mandrágoras y jugar un poco a Quidditch, comimos rápido y pasamos a ver la exposición de los trajes y criaturas fantásticas que fueron utilizados durante el rodaje de la serie. Alfred parecía un niño en una juguetería. Él ya había visto los estudios de grabación cuando fue a Londres, pero decía que compartirlo conmigo le hacía vivirlo de forma diferente.

Tuvimos suerte y la gente se portó muy bien con nosotros, como siempre. Terminamos la visita en la cabaña de Hagrid y al salir Alfred ya estaba preparando su discurso de agradecimiento, el cual corté porque ni por asomo las sorpresas se terminaban ahí.

Petit InfinitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora