Capítulo 4

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     Era tradición en el pueblo, que los niños no asistieran a los entierros, así que María enfadada y dolida, no pudo despedirse de su madre por última vez, tuvo que quedarse en casa de su vecina Josefina. Su abuela y su padre, acompañados por los vecinos del pueblo, acudieron a la iglesia sin ella. Y solo días más tarde, su abuela le contó cómo tras la misa funeral, entre su padre y algunos vecinos, habían llevado el féretro a hombros, atravesando la carretera principal del pueblo en medio de un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el piar de algunos pájaros; y cómo subiendo la cuesta que conducía al cementerio, depositaron en uno de aquellos nichos, el ataúd de su madre, dándole el último adiós para no volver a verla jamás.

     Al día siguiente del sepelio, después de mucho insistir, la abuela Paula y su padre accedieron a acompañarla para que viera donde habían enterrado los restos de su madre. A María, se le quedó grabada en la memoria, la corona de flores y el ramo que las vecinas le habían comprado; nunca olvidaría aquel detalle. No sabía por qué le preocupaba que su madre no llevase flores.

      Le había prometido a la abuela Paula que no lloraría con tal de que la llevaran al cementerio y a pesar de que las lágrimas pugnaban por salir, María permaneció impasible, mirando fijamente el yeso blanco que tapaba el hueco del nicho junto a las flores. Mordiéndose las mejillas por dentro para no llorar, aguantó estoicamente hasta que su padre consideró que habían permanecido tiempo suficiente allí y cogiéndola de la mano, los tres salieron del cementerio camino a casa, sin mirar atrás.


Puente de Génave, noviembre de 1984. Un año después.

Después de la muerte de Ángela, doña Lola y don Pedro, optaron por la decisión de no adelantarla de curso para no separarla de sus compañeros. Habían ocurrido muchos cambios en la vida de María, como para provocarle uno más. Para María estaba siendo un año difícil después de haber perdido a su madre y en junio, había acabado el curso a trompicones. La maestra Lola preocupada por ella, decidida a estar más pendiente de la niña, había intentado citar al padre varias veces para hablar sobre el tema, pero el hombre no había acudido a ninguna de las citaciones.

     Lola se había enterado, que el padre de María se la pasaba metido en el bar casi siempre y que llegar borracho a su casa, era habitual en él. Sabía por María, que acudía a comer todos los días a la casa de su abuela, pero a partir de ahí la maestra ya no podía averiguar mucho porque tampoco había podido sonsacar nada más. Sin embargo, era evidente el deterioro físico de la menor; había adelgazado de forma alarmante y el estirón que había metido, mostraba una imagen escuálida y desnutrida de la niña. Para colmo de males, en las últimas semanas, María estaba suspendiendo los exámenes, y Lola junto a la directora, habían decidido hablar con la asistenta social para saber por qué la niña había faltado algunos días al colegio, después de que las faltas no estuviesen justificadas.

       En ese momento, Lola que estaba en la sala de profesores, vio entrar corriendo a un par de niños gritando tanto, que no era capaz de entender lo que éstos decían.

—¿Qué ha pasado? —preguntó doña Lola acudiendo hacia ambos.

—¡Seño! María se ha caído y está llorando.

     Lola, salió corriendo con los niños hacia al patio y cuando iban por la mitad del porche cubierto, vio a un grupo de niños amontonados cerca de la puerta de la salida de arriba.

—¡A ver, dejadme pasar! —ordenó doña Lola a los niños congregados.

—¡Seño, María no puede andar! —gritaron varios niños a la vez.

—¿Qué te has hecho, María? Déjame ver —le dijo la maestra.

—Estaba jugando... y al correr hacia atrás, se me ha torcido el pie —aclaró María entre lágrimas.

LA GUARDIA (Completa)# 1º Premio Romance Gemas Perdidas 2019Where stories live. Discover now