29. No seas condescendiente conmigo.

3.7K 415 80
                                    


-Adiós, Joaco-hablaron las gemelas Pérez a la par. Sonriéndome con esos dientes perfectos y los labios pintados de rojo granada. Valentina, la más descarada de las dos, me guiñó un ojo en un gesto que intentaba ser coqueto y que más bien se semejaba a un extraño tic en el párpado.

Ambas llevaban tras de mí el mismo tiempo que llevaba ayudando tras bambalinas en mi clase de Teatro. Regina, era dulce, y su hermana Valentina era insistente, no había tarde que no aprovechara para flirtear conmigo descaradamente.

No me molesta, siendo sincero. Pero es lo que son; chicas, y todos ahí dentro bien sabían que no me gustaban las chicas.

Sonreí apretadamente, evadiendo el coqueteo y entrando rápidamente a los vestidores detrás del escenario. Abrí el pequeño casillero y dentro dejé todas las herramientas de trabajo; algunas pinzas, telas, pegamento textil, pintura y unas tijeras enormes que me ayudaban muchísimo cuando me ofrecía a apoyar en el equipo creativo.

Inmediatamente después me deshice de la playera que uso al trabajar, la cual también arrojé dentro del casillero justo después de haberme puesto una camisa y tomado mi mochila para irme a casa.

Revisé que todas mis pertenencias estuviesen dentro, ya antes me había pasado que había dejado el celular o la cartera en el auditorio y ese día no tenía tiempo de volver al lugar una vez me hubiese marchado porque mamá me necesitaba en casa.

Cuando confirmé que todo estaba en orden, tomé mi chaqueta de cuero negra de la puerta del casillero y la bufanda que mi abuela hizo para mí de color verde a cuadros.

Entonces salí de la preparatoria. Ajusté la chamarra y la bufanda cuando el frío viento me golpeó en el rostro tan rápido como me encontré en la vereda. Con la brisa colándose por entre mis mechones de cabello castaño y despeinándolos con maestría. Miré el cielo, esperaba que no lloviera pronto, no había llevado un paraguas y no me apetecía nada empaparme. En momentos como estos comprendía una de las razones por las que la gente gustaba de los automóviles.

Suspiré firmemente mientras aceleraba mi paso a la estación del bus. Pocas personas iban a la misma dirección, pues era tarde: la hora común de salida de los grupos matutinos había sido hace algunas tres horas, y la hora promedio de salida de los chicos de la tarde aún no llegaba.

Caminé por las no muy concurridas calles, con la vista en algunas de las vidrieras de los locales más llamativos para distraerme un buen rato. En algún punto, encontré a un bebé frente mío, entre los brazos de lo que creía era su madre, y ya no tuve que distraerme con locales más. Era muy lindo, pequeño y con una carita tan risueña que yo no podía responder a sus balbuceos sin una sonrisa.

Una pequeña gota de lluvia cayó sobre la punta de mi nariz, haciendo que la arrugara de una forma tan divertida que el bebé soltó una carcajada increíblemente tierna. Un tanto conmovido, volví a arrugar la nariz sólo para hacerlo reír. El bebé me imitó y soltó una carcajada aún más ruidosa que hizo que la madre volteara a ver qué ocurría. El acto me sonrojó, ligeramente apenado por haber estado enseñando al infante a hacer una mueca que estaba consiente, bien podía ser usada como una grosería. Pero la madre no se ofendió, solamente le dirigió una pequeña sonrisa y siguió con su camino.

Poco después tuve que doblar en una esquina, pero asegurándome de despedirme del pequeño antes de apartarme de la avenida principal y yendo calle arriba. Era miércoles por la tarde y los oficinistas parecían estar saliendo de sus trabajos como era la costumbre. Algunos salían de dentro de algunos edificios y otros surgían del metro donde tuve cuidado de no cruzarme y ser arrollado por la multitud de hombres y mujeres enfundados en trajes impecable.

Pero en el descuido de mirar hacia cada lado para evitar a cada corporativo un cuerpo chocó contra el mío al cruzar de banqueta a banqueta.

Sentí que mi ropa se empapaba repentinamente, por todo el pecho. La tela de mi camiseta se me pegaba al abdomen vergonzosamente y se transparentaba mientras el blanco pulcro de la camiseta se manchaba de color grosella. El líquido estaba realmente frío, incluso podía sentir los trocitos de hielos adheridos a la tela. Esto era un desastre.

-Mierda. Oh, mierda. Oh, mierda, lo siento tanto -me dijo el culpable del desastre mientras su manos intentaban alcanzar mi camiseta, como si aquello fuese de ayuda-. Fue un accidente, juro que lo fue, me empujaron y... -sin poderlo contener más, estornudé y el culpable volvió a hablar:-. ¡Oh, Dios! De verdad lo lamento, Joaco, lo siento tanto.

Separé la vista del desastre de grosella en el suelo y de mi para siempre arruinada camiseta favorita. Seguidamente, mi ojos se encargaban de enfocar en el culpable que aún intentaba inútilmente secar la mancha con sus propias manos.

Pude distinguir entonces una maraña de rizado cabello castaño, y preocupados ojos marrones. Labios color melocotón, piel pálida y un conjunto de ropa que le quedaba como anillo al dedo.

-...Emilio...- dije entonces, tomando suavemente sus manos entre las mías, apartándolas de mi camiseta -. Está bien. Tranquilo. Déjalo así.

-No seas condescendiente conmigo, Joaquín. Esto es un desastre-me respondió con preocupación, volviendo a la tarea de secar su al parecer, té helado de fresa.

-No estoy tratando de serlo, sólo fue un accidente -insistí, apartándole las manos una vez más, con el único pretexto de tener contacto con él, aunque fuese de esa manera.

Me sentía un idiota.

Emilio dejó que sujetara sus manos entre las propias. Tan cálido y suave como lo recordaba. Sentí un cosquilleo que iba de los dedos de mis pies hasta la nuca, erizándome todos los vellos del cuerpo. Tocar de nuevo a Emilio era como recibir un agradable choque eléctrico y fundirse en sus iris de chocolate era como volver a la vida.

No sabía que lo había extrañado tanto durante el tiempo en que había decidido no acercarme más. Aunque probablemente decirlo en voz alta podía ser contraproducente. Y extraño. Estaba seguro de que Emilio no querría oír que lo quería de vuelta, especialmente porque fui yo quien le puso cerrojo a la puerta que él cerró.

Hubiera preferido sentir vergüenza de mí mismo por tales acciones pero simplemente no podía importarme menos. Lo tenía ahí, nuevamente y quería besarlo como hace semanas no hago.

Pero entonces, cuando me iba a atrever a decir cuánto lo necesitaba de vuelta, volví a la realidad.

Me encontraba en la esquina, mirando aún la mancha sobresaliente del blanco de mi camisa. Todo era igual. Pero el sujeto que se disculpaba avergonzado, no era ni de lejos Emilio, o parecido a él.

-N-No se preocupe-susurré triste.

El tipo murmuró una última disculpa antes de seguir su camino y yo el mío. Después de eso, todo siguió su curso habitual. Llegué a la estación, subí a mi bus correspondiente y pensé en lo extraño que eso había sido. Tenía ya tiempo desde la vez que fantasié con Aristóteles en la biblioteca, así que me sorprendía enormemente saber que volvía a hacer. Pero, esta vez, no con Aristóteles Córcega. Sino, Emilio.

Sólo Emilio.

•••

Un capitulito antes de irme al Vive. Espero que los disfruten <3

El próximo capítulo va a ser la mera verga. Ahreno. Bueno sí.

Sin más que decir,

~Lexy_Gray☪️

IMPOSSIBLE, emiliaco.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora