A la luz de la luna | 29

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El viento le pegaba en las mejillas mientras corría sobre los tejados con la adrenalina en su máxima expresión. El cielo nocturno y su pelo jugando con el aire le traían una sensación de misterio y libertad emocionante que nunca quería perder.

Llegó a la zona próxima a la Torre Eiffel y se paró en la cornisa de un edificio para tener una vista completa del área. Miró a la izquierda, luego a la derecha, pero podía decir que todo estaba en calma.

Cayó en el tejado de una casa vieja y se sentó a esperar ver pasar el akuma. Se preguntaba si el Maestro Fu también había contactado a Adrien para informarle sobre el ataque, pero esperaba que no. No podría volver a verlo, primero tenía muchas emociones que acomodar.

Quizás sería más aburrido sin él, y le llevaría más trabajo, pero no quería que llegara.

Se recostó sobre las tejas a observar cómo las estrellas titilaban en el cielo nocturno. Era un bello lugar para pensar.

Lo único en lo que podía pensar en ese momento era ese rubio, aunque no quisiera. Ya había aceptado que las oportunidades se habían agotado, que él ya no sentía lo mismo que antes, y que no serían novios. Era frustrante, pero lo había aceptado.

Lo que no sabía era qué sucedería. Qué sucedería ahora que ya conocían sus identidades y eran conscientes de lo muy enamorados que habían estado en el pasado. Su mirada la delataría cada vez que se vieran.

Esa noche descubrió algo que no había sido capaz de ver nunca. Adrien tenía errores y no era un ser maravilloso y perfecto. Pero a pesar de todos los errores que pudiera tener, le gustaba, y más que antes.

Tal vez porque ahora lo sentía de forma genuina. No veía a Adrien como la niña de trece años que lo conoció, distraída por una obsesión platónica. Le gustaba de otra forma: una más madura. Y ese era un problema que la pubertad no podía quitarle, como le quitó su idea infantil del amor.

No paraba de repetir todas las lindas tardes que habían pasado juntos, las miradas dedicadas y los besos obsequiados. Había un lado que aún quería quedarse. Su mente no lograba convencer a su corazón; él siempre se resistiría.

Cubrió sus ojos con las manos, colapsada de emociones nuevas creadas por sus antiguas emociones.

Cuando se destapó la vista, le pareció ver una sombra negra. Es decir, era imposible que algo fuese más negro que la noche, pero estaba equivocada. El golpe contra las tejas confirmó sus pensamientos.

—Ah, hola —saludó Chat Noir, un poco nervioso.

—Hola —respondió seca.

No pudo evitar maldecir mil veces el hecho de que el Maestro también lo hubiera llamado a él. Con todas las cosas que estaba sintiendo, su presencia le provocaba aun más inestabilidad.

Chat Noir se sentó a su lado, pero a bastante distancia. Había una especie de impedimento a sentarse cerca, a estar cerca, o a sentirse. Cada tanto se volteaba a mirarla de arriba a abajo. Luego trataba de disimularlo, observando alguna otra cosa o aclarándose la garganta.

Estas pequeñas pero significativas acciones no pasaban inadvertidas a Marinette. Moría por mirarlo de lleno, pero solo se permitía hacerlo de reojo.

Definitivamente lo encontraba imposible. Una oportunidad estaba golpeándole la cara y decidió que la espera ya había acabado. Tikki tenía razón; ella poseía el poder de iniciar el diálogo y no lo iba a desperdiciar.

La última cartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora