Capítulo XXIX

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Una mirada fría. Eso era lo que abundaba en los ojos del rey. Aquel hombre, dueño de todo aquel reino, aquella persona tan dulce y aparentemente ingenua que Midorima había conocido hacía algún tiempo atrás. El padre dulce y ligeramente estricto de Kazunari ahora parecía otra persona que los miraba con genuino odio.

- Así que tú eras uno de ellos -dijo el mismo rey, clavando sus ojos en Midorima -. No sé cómo es que no me dí cuenta antes.

Shintaro no respondió, por lo que el rey pasó esta vez su mirada hacia su hijo, quien sostenía en sus ojos una total y absoluta determinación, evidentemente dando a entender que estaba protegiendo a aquel chico de cabellos verdes.

- Hazte a un lado, Kazunari -ordenó el rey avanzando un par de pasos hacia donde estaban todos. Sus hombres repitieron la acción.

- No -respondió el príncipe de manera rápida sin apartar la mirada de la del mayor. En ese preciso momento, parecía que todo el mundo estaba congelándose, puesto que nadie se movía, o se atrevía siquiera a emitir sonido alguno.

- ¡Que te hagas a un lado! -repitió con desespero el rey.

- ¡No voy a apartarme, padre! -exclamó Takao también levantando la voz. Su pecho bajaba y subía con desenfreno, sintiendo como la situación lo estaba doblegando. Sin embargo, a pesar de ello y de sentir como en sus ojos se avecinaba una oleada de lágrimas, se atrevió a hablar:- ¿Por qué? -dijo, casi en un susurro- ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué has venido aquí?

- Estás del lado equivocado, príncipe. A quienes tratas de proteger no son más que unos asesinos -fue Miyaji quien habló esta vez, levantando con más decisión el arco y la flecha que llevaba en sus manos-. Le advertí de todo esto, así que lo mejor es que se aparte -añandió, apuntando hacia él.

El nudo en la garganta de Takao cada vez se hacía más grande, agudo y doloroso. Sin embargo, su salvación ya iba hacia él. Al menos de esa manera fue como él la vió. Con pasos cortos y ligeramente indecisos, Kazumi salía de la mansión, sujetada de la mano de una chica más alta que ella, de cabellos verdes y piel blanca como la nieve.

- Padre -. Murmuró la pequeña, pero por el silencio que reinaba, su voz podía escucharse a la perfección. Ahora toda la atención estaba puesta en ella, sobre todo el rey quien había avanzado un paso en su dirección.

- Kazumi, ven -le dijo el rey, haciendo una señal a sus hombres para que nadie se atreviese a disparar alguna flecha en su dirección.

- ¿Por qué haces esto, Padre? -preguntó ella con voz inocente. Esa era la manera en la que todos la veían, no era más que una pequeña niña inocente, que miraba en dirección hacia su padre con lágrimas surcando de sus ojos- Son buenas personas, nos protegieron... Me protegieron a mí.

- No lo entenderías, por favor, ven conmigo. Los dos, tienen que venir conmigo.

- ¡No voy a ir contigo! -exclamó con desespero la menor, imitando la acción de su hermano, parándose frente a la chica de cabello verde

- Pequeña, no... -la vampiro trató de apartarla, pero ella era, tal vez, tan necia como lo era su hermano: no se apartó.

- Entonces no me dejan opción. Mataré a cada uno de esos vampiros y al final los separaré a ustedes de ellos a la fuerza -dijo con voz molesta el hombre mayor-. Hombres, preparen... Apunten...

Su orden no fue concluida. En ese preciso momento, aunque sus soldados ya estaban acatando sus órdenes y apuntando hacia todos los vampiros, lo que sucedió a continuación lo dejó completamente mudo. Los híbridos habían avanzado hasta colocarse frente a un vampiro cada uno. Aomine envolvía protectoramente a Kise, a quien sus heridas comenzaban a regenerarse. El enorme cuerpo del tigre Kagami protegía el pequeño ser de Kuroko, Himuro extendió sus brazos frente a Murasakibara, determinado a frenar cualquier flecha que estuviera por venir, de la misma manera todos los híbridos protegieron a cada miembro de la familia de los vampiros.

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