INTRODUCCIÓN

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El último domingo antes del comienzo de clases tiene siempre un sabor agridulce, una mezcla entre nostalgia y anticipación, entre preocupaciones y sueños. ¿Qué es lo que nos espera al día siguiente? ¿Habrá nuevos compañeros? ¿Se habrán marchado otros? ¿Quiénes no lograron pasar de año? Muchas preguntas nos invaden, nos llenan de curiosidad. Sabemos que oiremos historias increíbles sobre viajes y sobre romances de verano —algunas serán ciertas y otras no—, tal vez nos encontraremos con sorpresas, con alguien que ha cambiado mucho su apariencia, con un embarazo inesperado, con una boda secreta, con una mudanza repentina, con una disputa que ha concluido entre golpes.

El verano es extenso, tiene tres largos meses en los que solo nos juntamos con amigos cercanos mientras observamos al resto, a veces, a través de redes sociales. Sabemos que las cosas no volverán a ser como antes cuando volvamos a la escuela. Los cambios suelen ser mínimos, aunque en ocasiones pueden ser inimaginables.

Me preguntó qué encontraré mañana al regresar a los pasillos de Mountain Oak Highschool. Será mi último primer día de clases antes de la universidad; me espera un año colmado de obligaciones, de exámenes y de decisiones, pero también de diversión, de despedidas y de eventos especiales.

Ya he escogido mi atuendo, algo casual y moderno que compré durante las vacaciones familiares a Myrtle Beach, en Carolina del Sur. Tengo el bolso preparado y la alarma lista para no llegar tarde. Me he alisado el cabello cuando salí de la ducha hace unas horas e incluso mis uñas se han secado con mi color preferido: verde manzana.

Estoy lista.

—¡Amelie, estamos por encender la fogata! —grita mi hermana desde las escaleras.

Es una tradición en mi familia preparar marshmallows al aire libre en ciertos días del año: el día de la memoria, el cuatro de julio, el día del trabajo y la noche anterior a que inicien las clases. Papá y mi tío cortan la madera ellos mismos antes de la cena y preparan todo en la hoguera de ladrillo que construyeron hace años. Mamá, mi hermana y yo nos encargamos de ir a la tienda por los dulces, las galletitas de miel y el chocolate.

Una de las cosas que más me agradan de vivir en un área rural es que podemos disfrutar de momentos entretenidos al aire libre sin preocupaciones. La casa más cercana se encuentra a casi media milla y el bosque se abre justo detrás de nuestro jardín trasero. No tenemos que lidiar con el tráfico de las ciudades ni con los ruidos del centro. Yo me he acostumbrado, de hecho, a dormir con el ruido de los grillos que cantan bajo mi ventana.

—¡Voy! —respondo. Dejo el teléfono sobre mi escritorio, me coloco mis sandalias y corro hacia las escaleras.

Atravieso la sala de estar y salgo al exterior por la puerta de la cocina. El fuego comienza a elevarse entre la madera. Es una noche hermosa y despejada. La luna casi no brilla, pero las estrellas colman el firmamento.

Siempre me ha gustado el cielo nocturno en esta zona de Nueva York porque no hay edificios que obstruyan la vista ni tampoco demasiadas nubes. En nuestros viajes por el país jamás he encontrado otro sitio tan bonito. Y esta es la mejor época del año para observar las estrellas: entre mediados de agosto y fines de septiembre.

De buen humor, me aproximo al resto de la familia. Mis hermanos ya se han acomodado sobre dos gruesos troncos frente a la fogata. Mamá está a un lado, agachada sobre una mesa desplegable mientras prepara las brochetas y los platos de papel. Después de todo, este es el mejor dulce que puede comerse durante el verano. No hay nada más delicioso que hacer un sándwich con marshmallows tostados y con un trozo de chocolate entre dos galletitas de miel. Si pudiera, mi dieta consistiría solo de esto.

El chico que bajó de las estrellas (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora