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Érase una vez una prostituta llamada Dulce María.

Un momento. «Érase una vez» es la mejor manera de comen­zar una historia para niños, mientras que «prostituta» es una pa­labra propia del mundo de los adultos. ¿Cómo puedo escribir un libro con esta aparente contradicción inicial? Pero, en fin, como en cada momento de nuestras vidas tenemos un pie en el cuento de hadas y otro en el abismo, vamos a mantener este comienzo:

Érase una vez una prostituta llamada Dulce María.

Como todas las mujeres, había nacido virgen e inocente, y durante su adolescencia había soñado con encontrar al hombre de su vida (rico, guapo, inteligente), casarse (vestida de novia), tener dos hijos (que serían famosos cuando creciesen) y vivir en una bonita casa (con vista al mar). Su padre era vendedor ambu­lante; su madre, costurera, su ciudad en el interior del México te­nía un solo cine, una discoteca, una sucursal bancaria, por eso Dulce no dejaba de esperar el día en que su príncipe encantado llegara sin avisar, arrebatara su corazón, y partiera con él a con­quistar el mundo.

Mientras el príncipe encantado no aparecía, lo que le queda­ba era soñar. Se enamoró por primera vez a los once años, mien­tras iba a pie desde su casa hasta la escuela primaria local. El primer día de clase descubrió que no estaba sola en su trayecto: junto a ella caminaba un chico que vivía en el vecindario y que asistía a clases en el mismo horario. Nunca intercambiaron ni una sola palabra, pero Dulce empezó a notar que la parte que más le agradaba del día eran aquellos momentos en la carretera llena de polvo, la sed, el cansancio; el sol en el cenit, el niño an­dando de prisa, mientras ella se agotaba en el esfuerzo por se­guirle el paso.

La escena se repitió durante varios meses; Dulce María, que detesta­ba estudiar y no tenía otra distracción en la vida que la televisión, empezó a desear que el día pasase rápido, esperando con ansie­dad volver al colegio y, al contrario que el resto de las niñas de su edad, pensando que los fines de semana eran aburridísimos. Co­mo las horas de un pequeño son mucho más largas que las de un adulto, ella sufría mucho, los días se le hacían demasiado largos porque solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él, imaginando lo maravilloso que se­ría si pudiesen charlar.

Entonces sucedió.

Una mañana, el chico se acercó hasta ella para pedirle un lá­piz prestado. Dulce María no respondió, mostró un cierto aire de irrita­ción por aquel abordaje inesperado, y apresuró el paso. Se había quedado petrificada de miedo al verlo andar hacia ella, sentía pa­vor de que supiese cuánto lo amaba, cuánto lo esperaba, cómo so­ñaba con tomar su mano, pasar por delante del portal de la escue­la y seguir la carretera hasta el final, donde, según decían, había una gran ciudad, personajes de la tele, artistas, coches, muchos ci­nes y un sinfín de cosas buenas que hacer.

Durante el resto del día no consiguió concentrarse en la clase, sufriendo por su comportamiento absurdo, pero al mismo tiempo aliviada, porque sabía que él también se había fijado en ella y que el lápiz no era más que un pretexto para iniciar una conversación, pues cuando se acercó ella notó que llevaba un bolígrafo en el bol­sillo. Esperó a la próxima vez y durante aquella noche, y las no­ches siguientes, empezó a imaginar las muchas respuestas que le daría, hasta encontrar la manera oportuna de comenzar una his­toria que no terminase jamás.

Pero no hubo próxima vez; aunque seguían yendo juntos al colegio, algunas veces Dulce paseo unos pasos por delante con un lá­piz en la mano derecha; otras, andando detrás para poder con­templarlo con ternura, él no volvió a dirigirle la palabra, y ella tuvo que contentarse con amar y sufrir en silencio hasta el final del curso.

Durante las interminables vacaciones que siguieron, Dulce María se despertó una mañana con las piernas bañadas en sangre y pensó que iba a morir. Decidió dejarle una carta diciéndole que él ha­bía sido el gran amor de su vida y planeó internarse en la selva para ser devorada por alguno de los dos animales salvajes que atemorizaban a los campesinos de la región: el hombre lobo o la mula sin cabeza. Así, sus padres no sufrirían con su muerte, pues los pobres mantienen siempre la esperanza, independientemente de las tragedias que siempre les suceden. Pensarían que había si­do raptada por una familia rica y sin hijos, pero que tal vez vol­vería un día, en el futuro, llena de gloria y de dinero; mientras, el actual (y eterno) amor de su vida se acordaría de ella para siem­pre, sufriendo todas las mañanas por no haber vuelto a dirigirle la palabra.

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