10

220 20 7
                                    


-Mi nombre es Christopher Von Uckermann , o Uckermann , Si quieres, puedo invitarte a otra copa.

-No, gracias.

Por lo visto, el encuentro ahora caminaba de la manera triste­mente prevista: el hombre intentaba seducir a la mujer.

-Por favor, otros dos vasos de anís -pidió, sin dar importan­cia al comentario de Dulce María

¿Qué tenía que hacer? Leer un aburrido libro sobre adminis­tración de haciendas. Caminar, como ya había hecho otras tantas veces, por la orilla del lago. O charlar con alguien que había vis­to en ella una luz que desconocía, justamente en la fecha marca­da en el calendario para el comienzo del fin de su «experiencia». -¿Qué haces?

Ésta era la pregunta que no quería oír, que la había hecho evi­tar muchas citas cuando, por una razón o por otra, alguien se acer­caba a ella (lo que ocurría raramente en Suiza, dada la naturale­za discreta de sus habitantes). ¿Cuál sería la respuesta posible? -Trabajo en una discoteca.

Ya está. Un enorme peso desapareció de su espalda, y se ale­gró por todo lo que había aprendido desde su llegada a Suiza.

-Creo que te he visto antes.

Dulce presintió que él quería ir más lejos, y saboreó su peque­ña victoria; el pintor que minutos antes le daba órdenes, que pa­recía absolutamente seguro de lo que quería, ahora volvía a ser un hombre como los demás, inseguro ante una mujer que no conoce.

-¿Y esos libros?

Ella se los enseñó. Administración de haciendas. El hombre pareció sentirse más inseguro aún.

-¿Trabajas en sexo?

Él se había arriesgado. ¿Acaso se vestía como una prostituta? En cualquier caso, tenía que ganar tiempo. Se estaba probando a sí misma, aquello empezaba a ser un juego interesante, no tenía absolutamente nada que perder.

-¿Por qué los hombres sólo piensan en eso? Él volvió a meter los libros en la bolsa.

-Sexo y administración de haciendas. Dos cosas muy abu­rridas.

¿Qué? De repente, se sentía desafiada. ¿Cómo podía hablar tan mal de su profesión? Bien, él todavía no sabía en qué trabaja­ba ella, simplemente se arriesgaba con una suposición, pero no podía dejarlo sin respuesta.

-Pues yo pienso que no hay nada más aburrido que la pintu­ra; algo detenido, un movimiento que fue interrumpido, una foto­grafía que jamás es fiel al original. Algo muerto, por lo que ya na­die se interesa, aparte de los pintores, gente que se cree importante, culta, y que no ha evolucionado como el resto del mundo.

No sabía si había ido demasiado lejos, porque llegaron las be­bidas, y la conversación fue interrumpida. Ambos permanecieron sin decir palabra durante un rato. Dulce pensó que ya era hora de irse, y tal vez Christopher Von Uckermann o Ucker como le había dicho, hubiese pensado lo mismo. Pero allí esta­ban aquellos dos vasos llenos de aquella bebida horrorosa, y eso era un pretexto para seguir juntos.

-¿Por qué los libros sobre haciendas?

-¿Qué quieres decir?

-He estado en la rue de Berne. Después de decirme dónde trabajabas, recordé que ya te había visto antes: en aquella disco­teca cara. Sin embargo, mientras te pintaba, no me di cuenta: tu «luz» era muy fuerte.

Dulce sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por pri­mera vez sintió vergüenza de lo que hacía, aunque no tuviese la menor razón para ello; trabajaba para sustentarse ella y su fami­lia. Era él el que debería sentir vergüenza de ir a la rue de Berne; de un momento a otro, todo aquel posible encanto había desapa­recido.

MinutosWhere stories live. Discover now