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-Ya sabes. Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.

«Dolor y sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó Dulce. Aunque quisiese desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran parte de las experiencias negativas de su vida. Y ella solo podía pensar en Christopher

Él la tomó de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían ver la torre de una catedral, Dulce recordó que ha­bía pasado por allí mientras recorría con Christopher el Camino de Santiago.

-¿Ves ese río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace qui­nientos años, era todo más o menos igual.

»Excepto porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente. Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al mundo a cau­sa de los pecados del hombre.

Sus ojos volvieron a tener la misma frialdad que había visto al­gunos minutos antes. Recogió el dinero que ella había dejado so­bre el escritorio, separó ciento cincuenta francos y los metió en su bolso.

-No te preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prome­to no decirle nada. Puedes irte.

Ella tomó todo el dinero. -¡No!

Era el vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa tris­te, la idea de que nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia, las lu­chas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsque­da de sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era otra Dul la que estaba allí: ya no ofrecía re­galos, sino que se entregaba en sacrificio.

-Ya no tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, cas­tígame por ser rebelde. Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.

Dul había entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas ade­cuadas.

-¡Arrodíllate! -dijo Rodrigo, con una voz baja y amenazante. Dulce obedeció. Nunca había sido tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vi­da. Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mu­jer que desconocía completamente.

-Serás castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Rodrigo se transformaba en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que la ha­cía sentirse la persona más miserable del mundo.

-¿Sabes por qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un mundo desconocido. Arrancarle la vir­ginidad, no del cuerpo, sino del alma, ¿entiendes?

Entendía.

-Hoy podrás hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro se abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras almas no se han entendido. Re­cuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el personaje que nun­ca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad, procura fingir, inventar.

-¿Y si no soporto el dolor?

-No existe el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma parte de la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está permitido pedir: «¡Para, no aguan­to más!». Para evitar el peligro... baja la cabeza, ¡y no me mires! Dulce, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.

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