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§

Del diario de María:

No sé qué pensó cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.

-No te asustes -comenté en seguida-. No me es­toy mudando aquí. Vamos a cenar.

Me ayudó, sin ningún comentario, a meter mi equi­paje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me aga­rró, y comenzó a besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a lle­gar nunca.

Me quitó el abrigo, el, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de nuestra sen­sualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que es­taría bien o mal, con el viento frío entrando por la ren­dija de la puerta, dónde hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase jamás poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posible­mente nunca, tendría después.

Me acostó en el suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fue­se así porque debía entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para ense­ñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibili­dad era mejor o más intensa que la de las demás mu­jeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mu­cho su total falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Es­tábamos en la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entran­do y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fin­gir, ni de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias, de prepa­raciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su alma.

Entraba y salía, aumentaba y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no pre­guntaba si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras almas se comu­nicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre, porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y izo poseer! Todo con los ojos muy abiertos, y yo no­té, cuando ya no veíamos bien, que parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran ma­dre, el universo, la mujer amada, la prostituta sagra­da de los antiguos rituales de la que él me había ha­blado con un vaso de vino y una chimenea encendida.

Sentí que su orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamen­te el pensamiento de que los vecinos tal vez llama­sen a la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el ini­cio de los tiempos, cuando el primer hombre encon­tró a la primera mujer e hicieron el amor por prime­ra vez: gritaron.

Después su cuerpo se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicada­mente por mis brazos, y aquello hizo que todos los pe­los de mi cuerpo se erizasen.

MinutosWhere stories live. Discover now