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§

No es la casa de él. No es su casa. No es ni México, ni Suiza, si­no un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siem­pre con los mismos muebles, y ese ambiente que pretende ser fa­miliar, lo que lo hace aún más distante.

No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Cami­no de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pe­ro anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.

Apagar la luz. Cerrar las cortinas.

Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscu­ridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbra­dos, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.

Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de per­fume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infier­nos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.

«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siem­pre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.»

Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez es­perando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comporta­ba así, no era hombre.

Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, por­que allí está la luz de su propio amor escondido.

Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener mie­do de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.

«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que re­petir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. »

«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, co­mo ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la ca­lle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace apren­der algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al al­ma, a la penetración, al orgasmo.»

Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, co­mo si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.

Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su ma­no, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.

Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la no­che, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo de­sea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionan­do su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferen­te, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué esta­ba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.

Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él

provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Es­tán duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, de­jando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante.

Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando só­lo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acer­ca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosa­mente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe.

Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo co­mienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la pre­sión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un po­co del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.

Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están des­cubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Po­drían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sin­tiendo que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la ha­cía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida.

Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvi­dar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.

Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, sien­te que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, ex­pandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen.

Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnu­dos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la mú­sica, piensa ella. Vamos a bailar.

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Hasta que al fin!!!! jaja acá les dejo dos caps, juró que me gusta mucho como se plasma el amor en esta novela, es tan de sentimientos a pesar de poder ser más sexual... ¿que piensan ustedes?

MinutosWhere stories live. Discover now