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Volvieron a Cancún, en sólo un día ella consiguió el pasaporte (México realmente ha cambiado, había comentado Francisco con al­gunas palabras de español y muchas señas, que Dulce tradujo como «antiguamente tardaban mucho»). Poco a poco, con la ayuda de Maílson, el agente de seguridad/intérprete/represen­tante, hicieron el resto de los preparativos (ropa, zapatos, ma­quillaje, todo lo que una mujer como ella podía soñar). Francosco la vio bailar en una discoteca que visitaron la víspera del viaje a Europa y quedó entusiasmado con su elección; realmente esta­ba ante una gran estrella para el cabaret Cologny, la hermosa de ojos atrapantes oscuros y cabellos castaños . El permiso de trabajo del consula­do suizo estaba listo, hicieron las maletas, y al día siguiente viajaban hacia la tierra del chocolate, el queso y los relojes, mien­tras Dulce planeaba en secreto hacer que aquel hombre se ena­morase de ella; al fin y al cabo, no era ni viejo, ni feo, ni pobre. ¿Qué más se podía desear?

§

Llegó exhausta y, todavía en el aeropuerto, su corazón se en­cogió de miedo: descubrió que era totalmente dependiente de aquel hombre, que no conocía el país, ni la lengua, ni el frío. El comportamiento de Francisco iba cambiando a medida que pasaban las horas; ya no intentaba ser agradable, y aunque jamás intenta­se besarla ni tocar sus pechos, su mirada se había vuelto lo más distante posible. La instaló en un pequeño hotel y se la presentó a otra mexicana, una mujer joven y triste llamada Romina, que se encargaría de prepararla para el trabajo.

Romina la miró de arriba abajo, sin la menor ceremonia ni el menor cariño por quien tiene su primera experiencia en el extran­jero. Y en vez de preguntarle cómo estaba, fue directa al grano:

-No te hagas ilusiones. Él va a México siempre que una de sus bailarinas se casa, y por lo visto eso sucede con mucha frecuen­cia. Él sabe lo que quiere, y creo que tú también lo sabes: debes de haber venido en busca de una de las tres cosas: aventura, dine­ro o marido.

¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso todo el mundo buscaba lo mis­mo? ¿O acaso Romina podía leer los pensamientos ajenos? -Todas las chicas aquí buscan una de esas tres cosas -conti­nuó Romina y Dulce María se convenció de que estaba leyendo su pen­samiento-. En cuanto a la aventura, hace mucho frío para hacer nada, además, el dinero no sobra para viajes. En cuanto al dine­ro, tendrás que trabajar casi un año para pagar tu pasaje de vuel­ta, aparte de los descuentos del hospedaje y la comida.

-Pero...

-Ya sé: eso no fue lo acordado. La verdad es que fuiste tú la que olvidó preguntar, como todo el mundo. Si hubieses tenido más cuidado, si hubieras leído el contrato que firmaste, sabrías exac­tamente dónde te has metido, porque los suizos no mienten, aun­que se sirven del silencio para beneficiarse.

El suelo escapaba bajo los pies de Dulce.

-Finalmente, en cuanto al marido, cada chica que se casa sig­nifica un gran perjuicio económico para Francisco, de modo que nos está prohibido hablar con los clientes. En este sentido, si quieres algo, tendrás que correr grandes riesgos. Esto no es un lugar don­de la gente se conoce, como en la rue de Berne.

¿Rue de Berne?

-Los hombres vienen aquí con sus mujeres, y los pocos turis­tas, en cuanto se dan cuenta del ambiente familiar, van en busca de mujeres a otros lugares. Debes bailar; si sabes, también cantar, tu salario aumentará, y la envidia de las demás también. De mo­do que, aunque seas la mejor voz del México, sugiero que lo olvides y que no intentes cantar.

»Sobre todo, no uses el teléfono. Gastarás todo lo que aún no has ganado, que será muy poco.

-¡Pero él me prometió quinientos dólares a la semana! -Tú verás.

MinutosWhere stories live. Discover now