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Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.

Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría ce­rrar el ciclo y hacer que todo se acabase.

Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrina­ción de ambos desde que se encontraron.

Del diario de Dulce la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a México:

Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y mara­villosas. En fin, un animal hecho para volar libre e in­dependiente, para alegrar a quien lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó miran­do su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viaja­ron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro.

Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algu­nas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Mie­do de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de vo­lar del pájaro.

Y se sintió sola.

Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».

El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.

Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene to­do». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimen­tarlo y limpiar la jaula.

Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy tris­te, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por pri­mera vez, volando contento entre las nubes.

Si profundizase en sí misma, descubriría que aque­llo que la emocionaba tanto del pájaro era su liber­tad, la energía de las alas en movimiento, no su cuer­po físico.

Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has veni­do?», le preguntó a la muerte.

«Para que puedas volar de nuevo con él por el cie­lo -respondió la muerte-. Si lo hubieses dejado par­tir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder en­contrarlo de nuevo.»

§

Empezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y com­prando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calen­dario.

MinutosWhere stories live. Discover now