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No era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de Dulce, a la que le gustaba una pizza que só­lo preparaban allí. No estaba mal ser un poco caprichosa. Ucker de­bería haber aparecido un día antes, cuando todavía era una mu­jer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente, simplemente porque no había pensado en él, había des­cubierto cosas que le interesaban más.

¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba interesada, que bus­case a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa nece­sidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.

Lo había intentado con alguna otra prostituta que también ser­vía a los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque Dul era lista, aprendía de prisa, se ha­bía convertido en la gran amenaza del Copacabana. Christopher Uckermann, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único que podía en­ tenderla, pues Alfonso lo consideraba un «cliente especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles, mejor no decir nada.

-¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, Dulce no había conseguido controlarse. Ucker dejó de comer la pizza.

-Lo sé todo. Y no me interesa.

La respuesta había sido rápida, y Dulce se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél?

-He conocido mis demonios y mis tinieblas -continuó él-. Fui hasta el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis límites a través del deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas, muchas co­sas buenas de esta vida.

Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no si­gas por ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el día en que se habían conocido. A Dulce le extrañó la petición, permaneció callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder, aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior.

Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.

-¿Qué hacemos aquí? -preguntó cuando salieron del taxi-. Hace viento, voy a resfriarme.

-He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer. Quítate los zapatos.

Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba en paz?

-Voy a resfriarme.

-Haz lo que te digo -insistió él-. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree en mí, como yo creo en ti.

Sin ninguna razón aparente, Dulce entendió que él quería ayu­darla; tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en México, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo diferente, y como México era lo más importante en su vi­da, se quitó los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus medias, pero eso no tenía importan­cia, compraría otras.

MinutosWhere stories live. Discover now