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Aun siendo capaz de escribir cosas que juzgaba muy sabias, no lograba seguir sus propios consejos; los momentos de depresión fueron cada vez más frecuentes, y el teléfono seguía sin sonar. Dul, para distraerse y ejercitar la lengua en las horas vagas, empe­zó a comprar revistas de famosos, pero en seguida descubrió que gastaba mucho dinero en eso, y buscó la biblioteca más próxima. La encargada dijo que allí no se prestaban revistas, pero que po­día sugerirle algunos títulos que la ayudarían a dominar el francés cada vez más.

-No tengo tiempo para leer libros.

-¿Cómo que no tienes tiempo? ¿Qué haces? -Muchas cosas: estudio francés, escribo un diario y... -¿Y qué?

Iba a decir «espero a que suene el teléfono», pero pensó que era mejor callarse.

-Hija mía, eres joven, tienes toda la vida por delante. Lee. Ol­vida lo que te hayan dicho sobre los libros, y lee.

-Ya he leído mucho.

De repente, Dulce se acordó de aquello que el agente de segu­ridad Maílson había descrito una vez como «energía». La biblio­tecaria le parecía alguien sensible, dulce, alguien que podría ayu­darla si todo lo demás fallaba. Tenía que conquistarla, su intuición le decía que allí podía estar una posible amiga. Rápidamente cam­bió de opinión:

-Pero quiero leer más. Por favor, ayúdeme a escoger los libros. La mujer trajo El Principito. Aquella noche, María empezó a hojearlo, vio los dibujos del principio, donde aparecía un som­brero, pero el autor decía que, en realidad, para los niños, aque­llo era una culebra con un elefante dentro. «Creo que nunca he sido niña -pensó-. Para mí, eso se parece más a un sombre­ro.» A falta de televisión, Dul empezó a acompañar al Princi­pito en sus viajes, aunque se ponía triste siempre que el tema «amor» aparecía; se había prohibido a sí misma pensar en el asunto, o se arriesgaba a cometer suicidio.

Finalmente el teléfono sonó.

Tres meses después de haber descubierto la palabra «aboga­do», y dos meses después de estar viviendo de la indemnización recibida, una agencia de modelos preguntó si la señora Dulce todavía se encontraba en aquel número. La respuesta fue un «sí» frío, ensayado durante mucho tiempo para no mostrar ansiedad. Supo entonces que a un árabe, profesional de la moda en su país, le habían gustado mucho sus fotos, y quería invitarla a participar en un desfile. Dulce María recordó la reciente decepción, pero también pensó en el dinero que necesitaba desesperadamente.

Quedaron en un restaurante muy chic. Se encontró con un se­ñor elegante, más atractivo y maduro que su experiencia anterior, que preguntaba:

-¿Sabes de quién es ese cuadro de allí? De Joan Miró. ¿Sa­bes quién es Joan Miró?

Ella permanecía callada, como si estuviese concentrada en la comida, bastante diferente de los restaurantes chinos. Por otro lado, hacía anotaciones mentales: debía pedir un libro sobre Mi­ró, en su próxima visita a la biblioteca.

Pero el árabe insistía:

-Esa mesa de ahí era la preferida de Federico Fellini. ¿Qué te parecen las películas de Fellini?

Ella respondió que le encantaban. El árabe quiso entrar en de­talles, ella, percatándose de que su cultura no pasaría el test, resolvió ir directamente al grano:

-No he venido aquí a actuar para usted. Todo lo que sé es la diferencia entre una Coca-Cola y una Pepsi. ¿No quería usted ha­blar sobre un desfile de moda?

La franqueza de la chica pareció impresionarlo bastante. -Hablaremos cuando vayamos a tomar una copa, después de cenar.

Hubo una pausa, mientras ambos se miraban e imaginaban lo que el otro estaba pensando.

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