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Al día siguiente fue a hablar con sus amigas. Todas la habían visto salir a pasear con su futuro «novio»; después de todo, no es suficiente tener un gran amor, también es necesario hacer que to­dos sepan que eres una persona muy deseada. Sentían muchísima curiosidad por saber qué había pasado, y Dul, muy orgullosa, dijo que la mejor parte había sido cuando su lengua le tocaba los dientes. Una de las chicas se rió.

-¿No abriste la boca?

De repente, todo estaba claro, la pregunta, la decepción.

-¿Para qué?

-Para dejar que la lengua entrase.

-¿Y cuál es la diferencia?

-No tiene explicación. Se besa así.

Risitas escondidas, aires de supuesta compasión, venganza conmemorada entre las chicas que jamás habían tenido un pre­tendiente. Dul fingió que no le daba importancia, también rió, aunque su alma llorase. Secretamente blasfemó contra el cine, donde había aprendido a cerrar los ojos, a agarrar la cabeza del otro con la mano, a mover la cara un poco hacia la izquierda, un poco hacia la derecha, pero que no mostraba lo esencial, lo más importante. Elaboró una explicación perfecta («no me quise en­tregar ya, porque no estaba convencida, pero ahora he descubier­to que tú eres el hombre de mi vida») y aguardó a la próxima opor­tunidad.

Pero no vio al chico hasta tres días después, en una fiesta en el club de la ciudad, tomado de la mano de una de sus amigas, la mis­ma que le había preguntado sobre el beso. Dulce de nuevo fingió que no tenía importancia, aguantó hasta el final de la noche char­lando con sus compañeras sobre artistas y otros chicos de la ciu­dad, fingiendo ignorar algunas miradas compasivas que de vez en cuando una de ellas le lanzaba. Al llegar a casa, sin embargo, dejó que su universo se derrumbase, lloró toda la noche, sufrió durante ocho meses seguidos, y concluyó que el amor no estaba hecho pa­ra ella, ni ella para el amor. A partir de ahí, empezó a considerar la posibilidad de hacerse monja y dedicar el resto de su vida a un tipo de amor que no hiere ni deja marcas dolorosas en el corazón, el amor a Jesús. En el colegio hablaban de misioneros que se iban a África, y ella decidió que allí estaba la solución a su vida vacía de emociones. Hizo planes para entrar en el convento, aprendió pri­meros auxilios (ya que, según algunos profesores, moría mucha gente en África), se dedicó con más ahínco a las clases de religión, y comenzó a imaginarse como santa de los tiempos modernos, sal­vando vidas y conociendo la selva donde vivían tigres y leones.

Pero aquel año, el de su decimoquinto aniversario, no sólo le había reservado el descubrimiento de que el beso se da con la bo­ca abierta, o que el amor es sobre todo una fuente de sufrimiento. Descubrió una tercera cosa: la masturbación. Fue casi por casua­lidad, jugando con su sexo mientras esperaba que su madre vol­viese a casa. Acostumbraba a hacerlo cuando era niña, y le gusta­ba mucho lo que sentía, hasta que un día el padre la vio y le dio una paliza, sin explicarle el motivo. Jamás lo olvidó: aprendió que no debía tocarse delante de los demás. Como no podía hacerlo en medio de la calle, y como en su casa no tenía una habitación pa­ra ella sola, se olvidó de esa sensación agradable.

Hasta aquella tarde, casi seis meses después de aquel beso. Su madre tardaba, ella no tenía nada que hacer, el padre acababa de salir con un amigo, y a falta de un programa interesante en la te­le, comenzó a examinar su cuerpo con la esperanza de encontrar algún pelo no deseado, que en seguida sería arrancado con una pinza. Para su sorpresa, notó una pequeña pepita en la parte su­perior de su vagina; se puso a juguetear con ella y ya no pudo pa­rar; la sensación era cada vez más placentera, más intensa, y to­do su cuerpo, sobre todo la parte que estaba tocando, se estaba poniendo rígido. Poco a poco fue entrando en una especie de pa­raíso, la sensación fue aumentando de intensidad, notó que ya no veía ni oía bien, todo parecía haberse vuelto amarillo, hasta que gimió de placer y tuvo su primer orgasmo.

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