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Y así pasaron seis meses: Dulce María aprendió todas las lecciones que necesitaba, como, por ejemplo, el funcionamiento del Copacabana. Como era uno de los lugares más caros de la rue de Berne, la clien­tela se componía mayoritariamente de ejecutivos, que tenían per­miso para llegar tarde a casa, ya que estaban «cenando con unos clientes», pero el límite para esas «cenas» no debía sobrepasar las once de la noche. La mayoría de las prostitutas tenía entre diecio­cho y veintidós años, permanecían una media de dos años en la ca­sa y después eran sustituidas por otras recién llegadas. Entonces se iban al Neón, luego al Xenium, y a medida que la edad aumentaba, el precio bajaba y las horas de trabajo se evaporaban. Casi todas acababan en el Tropical Extasy, en donde aceptaban a mujeres de más de treinta años.

Dulce se acostó con muchos hombres. Jamás le importaba la edad, ni la ropa que usaban, el «sí» o «no» dependía del olor que despedían. No tenía nada en contra del tabaco, pero detestaba los perfumes baratos, a los que no se lavaban, y a los que tenían la ropaimpregnada de bebida. El Copacabana era un lugar tranquilo, y Suiza tal vez fuese el mejor país del mundo para trabajar como prostituta, siempre que se tuviese permiso de residencia y de tra­bajo, los papeles al día, y se pagase la seguridad social religiosamente: Alfonso vivía repitiendo que no deseaba que sus hijos lo vie­sen en las páginas de los periódicos sensacionalistas.

En fin, una vez superada la barrera de la primera o de la se­gunda noche, era una profesión como cualquier otra, en la que ha­bía que trabajar duro, luchar contra la competencia, esforzarse por mantener un patrón de calidad, cumplir los horarios, un poco de estrés, quejas del movimiento y descanso los domingos.

Dulce, luchaba con las páginas de su diario para no perder su alma. Descubrió, para su sorpresa, que uno de cada cinco clientes no estaba allí para hacer el amor, sino para charlar un poco. Pagaban el precio de la tarifa, el hotel, pero a la hora de quitarse la ropa decían que no era necesario. Querían hablar de las presiones del trabajo, de la esposa que los engañaba con al­guien, del hecho de sentirse solos, sin tener con quien hablar (ella conocía bien esa situación).

Al principio, le pareció extraño. Hasta que un día, cuando se dirigía al hotel con un importante francés, oyó d el si­guiente comentario:

-¿Sabes quién es la persona más solitaria del mundo? Es el ejecutivo que tiene una carrera de éxito, gana un enorme sueldo, recibe la confianza de quien está por encima y por debajo de él, tiene una familia con la que pasa las vacaciones, hijos a los que ayuda con los deberes del cole y, un buen día, se le aparece un ti­po como yo con la siguiente proposición: «¿Quieres cambiar de trabajo, y ganar el doble?».

»Ese hombre, que lo tiene todo para sentirse deseado y feliz, se vuelve la persona más miserable del planeta. ¿Por qué? Por­que no tiene con quién hablar.

No, no era ésa la persona más solitaria del mundo, porque Dulce conocía a la persona más sola de la faz de la Tierra: ella mis­ma. Aun así, estuvo de acuerdo con su cliente, con la esperanza de recibir una buena propina, lo que terminó sucediendo.

Y a par­tir de aquel comentario, entendió que tenía que descubrir algo pa­ra liberar a sus clientes de la enorme presión que parecían sopor­tar; Cuando entendió que liberar la tensión del alma era tanto o más lucrativo que liberar la tensión del cuerpo, volvió a frecuen­tar la biblioteca. Empezó a pedir libros sobre problemas conyuga­les, psicología, política;. Empezó a leer regularmente los periódicos, las páginas de economía, ya que la mayor parte de sus clien­tes eran ejecutivos. Pidió libros de autoayuda, pues casi todos le pedían consejos.

Dulce María era una prosti­tuta respetable, diferente, y al final de seis meses de trabajo tenía una clientela selecta, grande y fiel, y despertaba por ello la envi­dia, los celos, pero también la admiración de sus compañeras.

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