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Tomó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiem­po feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado.

Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había lle­gado el momento de terminar con todo aquello.

Poca gente en el mundo lo sabe.

Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un caba­ret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamen­te a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni di­nero, sino Christopher Uckermann. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.

Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del ae­ropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimien­to en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias.

Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no mere­cía conocer México, había sido inútil e injusto con el niño que siem­pre lo había deseado.

No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si con­testaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declara­ría su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a Dulce le gustaría llevarse consigo la imagen de un Christopher apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de mo­mento tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las maletas; no sabía dónde meter­lo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la decisión cuan­do entrase en el departamento y encontrase los electrodomésti­cos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de se­gunda mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse na­da de eso a México, ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre todo en lo que se había aventurado.

Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado. Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.

Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía escala en París, para hacer trasbor­do. No tenía importancia, lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces.

MinutosWhere stories live. Discover now