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En los días siguientes, Dulce se descubrió de nuevo presa de la trampa que tanto había evitado, pero no estaba triste ni preo­cupada por eso. Al contrario: ya que no tenía nada más que per­der, era libre.

Sabía que, por más romántica que fuese la situación, un día Chris comprendería que ella no era más que una prostituta, mien­tras que él era un respetado artista; que ella vivía en un país dis­tante, siempre en crisis, mientras él vivía en el paraíso, con la vi­da organizada y protegida desde su nacimiento. Él había sido educado en los mejores colegios y museos del mundo, mientras que ella apenas había terminado la enseñanza secundaria. En fin, los sueños como ése no duran mucho, y ella ya había vivido lo bastante para entender que la realidad no coincidía con sus sue­ños. Ésa era ahora su gran alegría: decirle a la realidad que no ne­cesitaba de ella, que no dependía de lo que sucedía para ser feliz. «Qué romántica soy, Dios mío.»

Durante esa semana intentó descubrir algo que hiciese feliz a Christopher Uckermann; él le había devuelto una dignidad y una «luz» que ella creía pérdidas para siempre. Pero la única manera de recompen­sarlo era a través de lo que él juzgaba que era la especialidad de

Dulce: el sexo. Como las cosas no variaban mucho en la rutina del Copacabana, decidió procurar otras fuentes.

Fue a ver algunas películas pornográficas, y de nuevo no en­contró nada interesante, a no ser algunas variaciones en el núme­ro de parejas. Como las películas no ayudaban mucho, por prime­ra vez desde su llegada a Géneve decidió comprar libros, aunque todavía creía que era mucho más práctico no tener que ocupar el espacio de su casa con algo que, una vez leído, ya no servía para nada. Fue hasta una librería que había visto mientras andaba con Ucker por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.

-Muchas, muchas cosas -respondió la chica encargada de las ventas-. En realidad, parece que la gente sólo se interesa por eso. Además de una sección especial, en todas las novelas que ve a su alrededor también hay por lo menos una escena de sexo. Aun­que esté escondido en bonitas historias de amor, o en tratados se­rios sobre el comportamiento del ser humano, el hecho es que la gente sólo piensa en eso.

Dulce, con toda su experiencia, sabía que la chica estaba equi­vocada: la gente quería pensar eso, porque creía que todo el mun­do se preocupaba sólo de ese tema. Hacían regímenes, usaban pe­lucas, se pasaban horas en la peluquería o en el gimnasio, se ponían ropa insinuante, intentaban provocar la chispa deseada, ¿y después? Cuando llegaba el momento de ir a la cama, once mi­nutos y listo. Ninguna creatividad, nada que llevase al paraíso; en poco tiempo, la chispa ya no tenía fuerza para mantener el fuego encendido.

Pero era inútil discutir con la chica rubia, que creía que el mundo podía explicarse en los libros. Preguntó de nuevo dónde estaba la sección especial, y allí descubrió varios títulos sobre gays, lesbianas, monjas que revelaban cosas escabrosas de la Iglesia, y libros ilustrados con técnicas orientales que mostraban posturas muy incómodas. Sólo le interesó uno de los volúmenes: El sexo sagrado. Por lo menos debía de ser diferente.

Lo compró, fue para casa, puso la radio en una emisora que siempre la ayudaba a pensar (porque la música era tranquila), abrió el libro y vio que tenía varias ilustraciones, con posturas que solamente aquel que trabaja en un circo puede practicar. El texto era aburrido.

Dulce había aprendido lo suficiente en su profesión como pa­ra saber que no todo en la vida era una cuestión de la postura en la que uno se pone mientras hace el amor, sino que, la mayoría de las veces, cualquier variación sucedía de manera natural, sin pen­sar, como los pasos de un baile. Aun así, intentó concentrarse en lo que leía.

MinutosWhere stories live. Discover now