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-Me la llevo para el resto de la noche. Pagaré por tres clientes. El dueño se encogió de hombros y pensó de nuevo que la chica Mexicana acabaría cayendo en la trampa del amor. Dulce María, a su vez, se sorprendió: no sabía que Christopher Uckermann conocía tan bien las reglas.

-Vayamos a mi casa.

Tal vez ésa fuese realmente la mejor decisión, pensó ella. Aun­que fuese en contra de todas las recomendaciones de Alfonso, en este caso decidió hacer una excepción. Además de descubrir de una vez por todas si estaba o no casado, conocería la forma de vi­da de los pintores famosos, y un día podría escribir algo para el periódico de su pequeña ciudad, de modo que todos supiesen que, durante su período en Europa, ella había frecuentado círculos in­telectuales y artísticos.

«Qué absurda disculpa», rió consigo misma.

Media hora después llegaron a un pequeño pueblo al lado de Géneve, llamado Cologny; una iglesia, la panadería, el ayuntamiento, todo en su lugar. ¡Y era realmente una casa de dos plan­tas, no un departamento! Primera observación: debía de tener di­nero de verdad. Segunda observación: si estuviese casado, no osaría hacer aquello, porque siempre había gente mirando. Entonces, era rico y soltero.

Entraron por un hall con una escalera que conducía al segun­do piso, pero siguieron recto, hasta las dos salas de la parte de atrás, que daban a un jardín. Una de ellas tenía una mesa, y las pa­redes estaban cubiertas de cuadros. La otra sala tenía algunos so­fás, sillas, estanterías llenas de libros, ceniceros sucios, vasos que habían sido usados hace mucho tiempo y que todavía estaban allí. -Puedo preparar un café...

Dul negó con la cabeza. No, no puedes preparar un café. Aún no puedes tratarme de forma diferente. Estoy desafiando mis propios demonios, haciendo exactamente todo lo contrario de lo que me prometí a mí misma. Pero vayamos con calma; hoy haré el papel de prostituta, o de amiga, o de Madre Comprensiva, aun­que en mi alma yo sea una Hija que precisa cariño. Finalmente, cuando todo esté terminado, podrás prepararme un café.

-Al fondo del jardín está mi estudio, mi alma. Aquí, entre to­dos estos cuadros y libros, está mi cerebro, lo que pienso.

Ella pensó en su propia casa. No tenía un jardín al fondo. Ni libros, simplemente los que retiraba prestados de la biblioteca, ya que no había necesidad de gastar dinero con lo que podía conse­guir gratis. Tampoco había cuadros, sólo un póster del Circo Acro­bático de Shangai, al que ella soñaba con ir.

Ucker trajo una botella de whisky y le ofreció.

-No, gracias.

Él se sirvió un trago, y se lo tomó todo, sin hielo, sin tiempo.

Empezó a hablar de cosas inteligentes, y por más que la conver­sación le interesase, ella sabía que aquel hombre tenía miedo de lo que iba a suceder, ahora que estaban a solas. Dul recupera­ba el control de la situación.

Ucker se sirvió otro trago, y como si dijese algo sin importancia, comentó:

-Te necesito.

Una pausa. Un silencio largo. «No lo ayudes a romper este si­lencio, veamos cómo sigue.»

-Te necesito, Dulce María. Tienes luz, aunque pienses que todavía no crees en mí, que simplemente estoy intentando seducirte con esta conversación. No me preguntes: «¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo de especial?». No tienes nada de especial, nada que pueda ex­plicarme a mí mismo. Sin embargo, he ahí el misterio de la vida, no consigo pensar en otra cosa.

-No te preguntaría eso -mintió.

-Si yo buscase una explicación, diría: esta mujer ha consegui­do superar el sufrimiento y lo ha transformado en algo positivo, creativo. Pero eso no basta para explicarlo todo.

MinutosWhere stories live. Discover now