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Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había con­seguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía ha­cer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su econo­mía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no con­seguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, te­nía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrar­se por haber vivido todo aquello.

Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el her­moso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...

De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.

¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado?

El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nun­ca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños noctur­nos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba...

«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»

¡BASTA!

El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Christopher Von Uckermann?

¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!

Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redes­cubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura lle­gaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una se­mana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza.

Y el motivo era el siguiente: no quería volver.

Y la razón no era Christopher Uckermann, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero.

¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores so­brios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, to­dos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» Dulce despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba in­glés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo pa­ra los peatones).

Dulce esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ucker, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había ba­jado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.

Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.

§

Maite, la única de sus colegas con la que tenía una relación pa­recida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto en­tró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían.

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