9

220 25 8
                                    

-Espera un momento.

Miró sorprendida hacia un lado. Aquello era un bar respeta­ble, no era el Copacabana, donde los hombres tienen derecho a decir eso, aunque las mujeres puedan responder: «Me voy, y tú no vas a impedírmelo».

Se preparaba para ignorar el comentario, pero su curiosidad fue más fuerte, y se volvió en dirección a la voz. Lo que vio fue una escena extraña: un hombre de aproximadamente treinta años (¿o acaso debía pensar «un chico de aproximadamente treinta años»? Su mundo había envejecido muy de prisa), arrodillado en el suelo, con varios pinceles diseminados a su lado, dibujando a un señor, sentado en una silla, con un vaso de anís a su lado. No se había fijado en ellos al entrar.

-No te vayas. Estoy terminando este retrato y me gustaría pin­tarte a ti también.

Dulce respondió, y al responder creó el lazo que faltaba en el universo:

-No me interesa.

-Tienes luz. Déjame por lo menos hacer un esbozo.

¿Qué era un esbozo? ¿Qué era «luz»? No dejaba de ser una mujer vanidosa, ¡imagina tener un retrato pintado por alguien que parecía serio! Empezó a delirar: ¿y si era un pintor famoso? ¡Ella sería inmortalizada para siempre en un lienzo! ¡Expuesta en Pa­rís, o en Salvador de Bahía! ¡Un mito!

Por otro lado, ¿qué hacía aquel hombre, con todo aquel desor­den a su alrededor, en un bar tan caro y posiblemente bien fre­cuentado?

Adivinando su pensamiento, la chica que servía a los clientes dijo bajito:

-Es un artista muy conocido.

Su intuición no había fallado. Dulce procuró controlarse y mantener la sangre fría.

-Viene aquí de vez en cuando y siempre trae a un cliente im­portante. Dice que le gusta el ambiente, que lo inspira; está ha­ciendo un cuadro con la gente que representa a la ciudad, fue un encargo del ayuntamiento.

Dulce miró al hombre que estaba siendo pintado. De nuevo la camarera leyó su pensamiento.

-Es un químico que ha hecho un descubrimiento revolucio­nario. Ha ganado el Premio Nobel.

-No te vayas -repitió el pintor-. Acabo dentro de cinco mi­nutos. Pide lo que quieras y que lo pongan en mi cuenta.

Como hipnotizada por la orden, Dul se sentó en el bar, pi­dió un cóctel de anís (como no acostumbraba a beber, lo único que se le ocurrió fue imitar al tal premio Nobel), y esperó mien­tras miraba trabajar al hombre. «No represento a la ciudad, debe de estar interesado en otra cosa. Pero no es mi tipo», pensó auto­máticamente, repitiendo lo que siempre decía para sí misma des­de que había empezado a trabajar era su tabla de salvación y su renuncia voluntaria a las trampas del corazón.

Una vez que estaba eso claro, no le costaba nada esperar un poco, tal vez la chica de la barra tuviese razón y aquel hombre po­dría abrirle las puertas de un mundo que no conocía, pero con el que siempre había soñado: al fin y al cabo, ¿no había pensado se­guir la carrera de modelo?

Permaneció observando la agilidad y la rapidez con las que él concluía su trabajo, por lo visto era un lienzo muy grande, pero estaba completamente doblado, y ella no podía ver los demás ros­tros allí retratados. ¿Y si ahora tuviese una segunda oportunidad? El hombre -había decidido que era «hombre» y no «chico», por­que si no comenzaría a sentirse demasiado vieja para su edad- ­no parecía de los que hacen esa proposición sólo para pasar una noche con ella. Cinco minutos después, conforme había prometi­do, él había terminado su trabajo.

-Gracias, ya puede cambiar de posición -le dijo el pintor al químico, que pareció despertar de un sueño.

Y girándose hacia Dulce María, dijo sin rodeos:

MinutosWhere stories live. Discover now