El concilio de emergencia

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El concilio de emergencia


Luego de aquel breve, pero intenso altercado, Joseph y los dos jóvenes avanzaron hacia el hombre, tan solo, cuando la antorcha brillante y ardiente estuvo a una distancia despreciable observaron con sumo de detalle el cuerpo de aquel hombre magno. Era un señor de aparente edad avanzada, con una cabellera demasiado escasa, tan solo delgadas y desparramadas hebras de cabello surgían de los costados de la cabeza y caían sin gloria en frente y hombros huesudos. En el centro del cráneo no se observaba no más de cinco de esas pobres hebras.

Evan intentó estudiar su rostro lo suficiente para que este no se le olvidara y al hacerlo, notó como aquel hombre, o más bien anciano, lo estudiaba también con verdadera intención en la mirada, una mirada negra y marchita, esos ojos diminutos como dos puntos negros en un lienzo blanco, se le hacían inquietantes. Los pómulos sin carne y el rostro obtuso en forma de triángulo con dos orejas grandes a los lados, daba cierto grado de horror y pena, pues parecía un hombre enfermo y algo monstruoso. Era de baja estatura, de un metro y cuarenta y cinco centímetros, calculó Evan, sus miembros desnutridos y casi trasparentes, eran pálidos como los huesos que se llegaban a notar por debajo de la piel. Llevaba puesto un viejo chaleco de cuero y un pantalón largo y muy holgado, como si a falta de uno de su talle, tuviera que conformarse con algún otro perteneciente a un soldado de la tripulación. Aquel era el aspecto del anciano, Huxios.

Si bien su aspecto era deplorable y preocupante, su labia e intelecto parecía tan desbordado que inducía a pensar que otra persona estuviese hablando por él, sin embargo, no era así.

—Huxios, veo que ya no tienes oportunidad, te sugiero que te rindas.

El hombre, obligado a permanecer en aquella posición jorobada y con la pierna izquierda hacia atrás y el brazo derecho estirado hacia delante, soltó un pequeño bufido que desembocó en una tosca tos larga y ronca.

—Sabía que esto pasaría… —dijo al final de la tos con un hilo de voz.

—Si sabías que pasaría ¿Por qué te has dejado engañar? —replicó Evan un poco molesto.

El hombre lo observó de pies a cabeza, apagó su mirada de por sí ausente y dijo:

—Joven estúpido, es similar a quedarse ahogado en el Jurkgo —decía el anciano antes de ver el rostro confundido de Evan, luego exhaló irritado y continuó—: ¿No saben que es Jurkgo? Tontos, es una de las razones por la que aún estoy vivo, pero no importa… es solo un juego de tablero, en donde las piezas se mueven de diferentes formas entre casillas cuadriculadas y si el Jurkgo, la pieza más importante, no puede moverse, es decir, es ahogado, se terminó el juego. Pues esto último, si eres lo suficiente bueno en el juego, puedes preverlo mucho antes de que ocurra, sin embargo, poco podrías hacer para evitarlo, pues hay una regla no escrita, que dice: “si has previsto que tú Jurkgo quedará ahogado, te será imposible evitarlo, por lo que puedes rendirte o continuar jugando hasta que ocurra”. Ahora que saben esto, entenderás, joven ignorante, que supe al instante que me quedaría ahogado, no obstante, de todos modos, he intentado evitarlo, aunque en el último instante decidí rendirme, puesto que no lograría vencer. ¿Has entendido, joven? —E hizo una pausa mientras agitaba, o intentaba hacerlo, la cabeza hacia los lados, como negando con suma decepción—. ¿Engañarme a mí? Pfff, más sencillo es enfrentarte a las mil muertes y vivir para contar en que consiste cada una de ellas.

—Calma, hombre… como dije antes y repito, no te considero un enemigo, aunque debería, sin embargo, te concederé el beneficio de la duda. Si es que estás dispuesto a tener una pequeña charla con nosotros.

Los PrivilegiadosWhere stories live. Discover now