El tornado de las atrocidades

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El tornado de las atrocidades


La noche arribó a la isla como un mal pesar, pues el cielo, poblado de nubes oscuras como el manto negro sobre las sombras, cubría los brillos pálidos y pulcros de la luna. Tan solo algunos se escabullían entre los recovecos diminutos que dejaban el pasar de las nubes, ya que las ventiscas y las ráfagas sacudían los cielos y revolvían la tierra.

Evan y Sirdul, con sus espadas listas para accionar, se posicionaron según lo previsto, pues ninguno de los dos tenía un pelo de incompetencia.

Mientras aguardaba cada quien en su posición, oyeron el primero de muchos pasos furtivos. Este último, metálico y efímero, retumbó a lo largo de la estructura cilíndrica del faro. Se oían como, con cautela digna de un felino, subía los peldaños que los separaba de la abandonada cúpula. Pasaron algunos minutos y más pasos cortaron el silencio como una piedra la tranquilidad de las aguas, fue en aquel momento que, en la negrura casi total de la habitación, la puerta de acero se abrió.

De la pequeña abertura que se dibujó entre el marco y la puerta, se observó un brillo, como si una o varias antorchas estuviesen detrás, aguardando para entrar y quemarlo todo.

Unos segundos después, la puerta se abrió y, al ser abierta sin cuidado y con furia, se vio desprendida del marco y cayó produciendo un sonoro rugido. Aquel momento, dos soldados Magnos cruzaron el umbral, iban equipados por un chaleco de mayas entrelazadas, un pequeño yelmo de acero negro, unas botas del mismo material y prendas de cuero por encima de la armadura para protegerse del helado clima. Ambos cargaban espadas curvas y plateadas, como sables forjados en las entrañas de un volcán.

Las antorchas, reposadas sobre algún sitio del suelo, iluminaron a Evan, que se encontraba próximo al bajo muro del redondel, aparentando ser inofensivo.

—¡Üski ehdö! —vociferó un Magno observando hacia el suelo, como informando a los soldados que iban de subida.

—Tranquilo… tranquilo —dijo el otro soldado con un marcado acento mientras se acercaba con cautela hacía él—. ¿Yo nümdönomr? —le preguntó a su compañero con malicia.

Este, poniéndose a su lado, respondió sonriente con un tono empalagoso.

—¡Floi hufluehdo! —exclamó regocijado y ambos corrieron enloquecidos hacia Evan.

Sin embargo, Sirdul, que estaba escondido entre las sombras de unos grandes escombros, había entendido a la perfección aquella corta conversación entre los soldados:

“—¿Lo matamos? —le había preguntado el Magno a su compañero”.

“—¡Por supuesto! —le respondió este antes de correr hacia el joven”.

Y, mientras los escasos metros entre Evan y los Magnos se reducían, Sirdul cruzó las sombras y, abanicando con fuerza su corta espada, derribó a uno de los soldados. El restante, sorprendido de sobremanera ante la emboscada del joven, intentó defenderse, no obstante, al voltear hacia Sirdul y distraerse, Evan despojó a Ostio de detrás de su espalda y lanzó una rápida y diestra estocada al hombre. El enfrentamiento había durado escasos segundos, pero fue de una intensidad escalofriante.

Las antorchas, como otorgándoles la mejor de las ayudas, proyectaron las sombras de los soldados recorriendo los últimos peldaños de la escalera. Los jóvenes se vieron las caras bajo la tenue luz de las antorchas, y comprendieron que debían de hacer algo pronto. Pues al menos diez soldados corrían hacia ellos y aquella cúpula no contaba con ninguna otra salida más que saltar hacia las negras aguas del golfo.

Los PrivilegiadosWhere stories live. Discover now