𝟯𝟰.

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8 de septiembre

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8 de septiembre.

Elvira volvió a su casa tan pronto como Guillermo fue detenido, y sólo salió para hacerse responsable del traslado de Alba al orfanato. Nunca había experimentado tanta tristeza como cuando entregó a la niña en los brazos de la monja, y nunca se había sentido tan cobarde como en estos días que no ha podido encontrar el valor para meterse en la casa de Leonor a recolectar cualquier tipo de pertenencia que pueda brindarle a la niña. Le costó demasiado acercarse, su estómago se retorcía cada vez que caminaba cerca de esa puerta que separa el lugar que se convirtió en una escena del crimen.

Ahora que finalmente la abre, y se encuentra con esas sombrías habitaciones otra vez, el ambiente se siente tan abrumador como puede sentirse. Ha pasado más de un mes desde la tragedia y todavía no puede sacarse aquellas imágenes de la cabeza. Entra cautelosamente, aterrada con cada movimiento que hace y que le recuerda los hechos. El chillido de las bisagras es exageradamente tétrico. Hay tanto desorden, tanta suciedad que nadie se preocupó por limpiar luego de que la casa fuera abandonada. Hay papeles esparcidos en el piso, hay telarañas frescas en las ventanas.

Elvira cierra la puerta detrás de ella y busca un punto de inicio. Decide que despejar la cocina será la mejor opción para seguir avanzando por el resto de la casa, así que se acerca a la mesa que está frente a ella, acomoda las sillas que ni siquiera están bien ubicadas alrededor, y sacude el polvo que se acumuló sobre la superficie. A medida que va rodeando la mesa se da cuenta que está pisando los diferentes papeles en el piso, los cuales descubre que no son más que panfletos viejos una vez que se acerca a ellos para analizarlos. Los toma uno por uno, recolectándolos entre sus manos para acercarse al cesto de basura en un rincón. Pisa el pequeño pedal para levantar la tapa y extiende su mano con el propósito de arrojar el cumulo de insignificantes papeles, sin embargo, se detiene justo antes de hacerlo por lo que ve en el interior. Hay algo azul, muy brillante a comparación de la bolsa negra que recubre el cesto.

Elvira se arrodilla frente a la basura, confundida e intrigada con lo que ve. Deja los panfletos a un costado cuando se da cuenta de que no hay otra cosa dentro de la bolsa, y se atreve a meter la mano sin miedo de encontrarse con gusanos. Toma entre sus dedos lo que parece ser cerámica partida, y lo confirma al tomar otro pedazo cuyos extremos están ridículamente afilados. El color se le hace tan familiar, le asusta reconocer el barniz que recubre las piezas. Las deja a un lado descuidadamente, y toma la bolsa para separarla del cesto. La vuelca en el piso, abriéndola y viendo en expansión el hornito que le obsequió a Teo hecho añicos.

Siente la angustia perforando su pecho, pero también siente una inmensa rabia ganarle a esa sensación. Recuerda el momento en el que oyó el estruendo cuando estaba escondida debajo de la cama, y ahora se da cuenta de que Guillermo hizo un esfuerzo por recoger el desastre antes de seguir con su vida como si nada hubiera sucedido.

—Te tomaste el tiempo de limpiar, hijo de puta —gruñe entre dientes, sintiendo su mandíbula tensarse con cada palabra.

Los ojos de Elvira comienzan a cristalizarse, es inevitable para ella. Recuerda ese momento en el que los hermanos entraron a su casa, cuando vio los ojos de Teo brillar por el asombro de tener un adorno tan colorido en su apagada casa, y siente que se desmorona por dentro. ¿Cómo pudo permitir que esto sucediera? ¿Cómo pudo no haber interferido en el ataque cuando oyó que Guillermo estaba gritándole? Se siente tan culpable y arrepentida, y ya no hay otra cosa que pueda hacer más que lamentarlo. 

ALMAFUERTE © ORIANA CORRIDONIWhere stories live. Discover now