El último cigarrillo

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La calle era el testigo de todos los arrebatos de los carajitos de algún barrio, quien otorgaba con sus esquinas baldías complicidad a los jíbaros que cada vez aumentaban en su cifra, quién con sus transeúntes en malos pasos ganaba fama marginada. En la calle solo se encuentran problemas y malas lenguas, pero ésta en compañía de alguna nota ilícita se convertía en el consuelo de todo carajito que estuviese mal criado, se sucumbiera a la vagancia porque le hastiaban las cuatro paredes de su casa y la gente que vivía en ella, en constante conflicto.

Chamos malas conductas con su grupito de malas juntas yacían recostados de las paredes grafiteadas, escuchando los songs con líricas trifásicas de Canserbero mientras el humo de sus porros se disipaba en el aire, viajando como un ente transparente hacia las estrellas ausentes esa noche.

Yeferson, al igual que su amigo Brayan, solo era amante a la nicotina y a la jerga boleta de Caracas, jamás se le pasaría por la cabeza considerar la idea de robar o matar a nadie, no les arrebataba el sueño. Un poco rebeldes con porte intimidante, eran solo eso, no mataban ni una hormiga en sus tiempos de ocio. ¿Pertenecer a una de esas pandillas esquineras? Para nada, preferían mil veces reunirse y hablar paja en el ranchito mientras se comían par de arepas, o en el patio, aniquilando lentamente la salud de sus pulmones.

El mal rato había influido en su común resistencia al alcohol, por lo que empezaba a ver un poco borroso con la segunda botella. Ignorando su entorno nublado, caminó cerró arriba mientras soltaba suspiros entrecortados por la escena en la sala del apartamento. Aquellos recuerdos eran su tortura en ese momento, pero no negaría que amaba escarbar en las memorias donde Débora tenía la respiración agitada por la cercanía del capullo ese.

—Bueeeenaaaas —llamó, tocando la puerta de madera de la casa de su pana.

Al instante salió Brayan con los ojos hinchados, los nervios estaban tatuados en su semblante.

—¿Qué pasó? —preguntó Yeferson, echando un vistazo al interior de la casa en penumbra, alcanzando a visualizar un bolso tricolor lleno de algo junto a otras dos maletas.

—Terminé con Natalia hace rato —contestó Brayan—. Y me voy. Mi mamá y yo, nos vamos.

—Qué es, Yonkleiver —Yeferson blanqueó los ojos y se empinó la botella—. Yo te dije que no confiaras en una escorpiana, esas son bien bandidas. Y más si usan WhatsApp azúl.

—Ay sí —Brayan chasqueó la lengua—. Disculpa, experto en bellaqueo. Licenciado en totonas mojadas.

Yeferson se echó a reír, jugando con el pico de la botella entre sus manos.

—Igualito. Deja la exageración, hay más culos que estrellas.

Ambos miraron el cielo despejado, así que el moreno agregó:

—Bueno, ahorita no hay ninguna, pero sí hay más chamas bonitas.

—No es solo por eso —Brayan suspiró—. Le conté todo a mi mamá, lo del lío con El Chapulín y sus riales, hizo unas llamadas y nos vamos dentro de un rato.

—Mierda mano —pronunció Yeferson, recostado del umbral, mirando a su amigo que todavía seguía calvo—. La vaina se puso descabellada.

Su pana solo le hizo un ademán de manos para que pasara a la sala y él así lo hizo.

—Hay más culos que estrellas —repitió Brayan, riendo—. Lo dice la lacrita que está bien enamorado de la hermana sifrina.

Yeferson le pegó con la palma abierta en el lateral de la cabeza.

—¡Auch!

—Tenía ganas de meterte ese lepe desde que te vi ese coco pelao' —admitió el moreno.

Bajo la misma arepaWhere stories live. Discover now