HECHOS DE LOS QUE LA HISTORIA SURGE Y QUE LA HISTORIA IGNORA


Hacia finales de abril todo se había agravado. La fermentación sucedía a la efervescencia. Desde 1830 había habido aquí y allá pequeños motines parciales, comprimidos rápidamente, pero renaciendo, signo de una vasta conflagración subyacente. Algo terrible se incubaba. Se entreveían las alineaciones, aún poco distintas y mal iluminadas, de una revolución posible. Francia contemplaba París; París contemplaba el arrabal Saint-Antoine.

El arrabal Saint-Antoine, calentado sordamente, entraba en ebullición.

Las tabernas de la calle Charonne eran, aunque la conjugación de estos dos epítetos parece singular aplicada a tabernas, graves y tempestuosas.

Se discutía públicamente, para batirse o para quedar tranquilos. Había trastiendas en donde se hacía jurar a los obreros que «se echarían a la calle al primer grito de alarma, y que lucharían sin contar el número de enemigos». Una vez tomada la palabra, un hombre sentado en un rincón de la taberna, «sacaba una voz sonora» y decía: «¿Lo entiendes? ¡Lo has jurado!». Algunas veces subían al primer piso, a una habitación cerrada, y allí se desarrollaban escenas casi masónicas. Se hacía prestar juramento al iniciado, para más seguridad, así como a los padres de familia. Era la fórmula.

En las salas bajas, se leían folletos «subversivos». «Despreciaban al Gobierno», según relata un informe secreto de la época.

Se oían palabras como éstas: «No sé los nombres de los jefes. Nosotros no sabemos el día hasta dos horas antes». Un obrero decía: «Somos trescientos, pongamos cada uno diez sueldos y dispondremos de ciento cincuenta francos para fabricar balas y pólvora». Otro decía: «No pido seis meses, ni siquiera dos. Antes de quince días podremos enfrentarnos al Gobierno. Con veinticinco mil hombres podemos plantar cara». Otro decía: «No me acuesto, porque por la noche fabrico cartuchos». De vez en cuando, los hombres «vestidos con trajes burgueses» venían, «dándose importancia», y con aire de «mandar» daban apretones de manos a los más importantes y se marchaban. No se quedaban nunca más de diez minutos. En voz baja, se cambiaban frases significativas: «El complot está maduro, la cosa está colmada». «Era zumbado por todos los que estaban allí», adoptando la propia expresión de uno de los asistentes. La exaltación era tal que un día, en una taberna, un obrero gritó: «¡No tenemos armas!». Uno de sus compañeros respondió: «¡Los soldados tienen!», parodiando así, sin sospecharlo, la proclama de Bonaparte al ejército de Italia. «Cuando tenían algo muy secreto —dice un informe—, no se lo comunicaban allí». No se comprende muy bien lo que podían ocultar, después de haber dicho lo que decían.

Las reuniones eran algunas veces periódicas. En algunas de ellas no eran nunca más de ocho o diez, y siempre los mismos. En otras, entraba quien quería, y la sala se hallaba tan llena que se veían obligados a permanecer de pie. Unos se encontraban allí por entusiasmo y pasión, otros porque era su camino para ir al trabajo. Como en la Revolución, había en tales tabernas mujeres patriotas que abrazaban a los recién llegados.

Otros hechos expresivos tenían lugar.

Un hombre entraba en una taberna, bebía y salía diciendo: «Comerciante de vino, lo que debo será pagado por la Revolución».

En casa de un tabernero, frente a la calle Charonne, se elegían agentes revolucionarios. El escrutinio se hacía utilizando las gorras.

En casa de un maestro de esgrima que daba asaltos en la calle de la Cotte, se reunían los obreros. Había allí un trofeo de armas formado por espadones de madera, estoques, bastones y floretes. Un día desenvainaron los floretes. Un obrero decía: «Somos veinticinco, pero yo valgo por una máquina». Esta máquina fue más tarde Quénisset.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now