LIBRO DECIMOCUARTO. Las grandezas de la desesperación

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I

LA BANDERA - ACTO PRIMERO


Aún no venía nadie. Habían dado las diez en Saint-Merry. Enjolras y Combeferre se habían sentado, con la carabina en la mano, cerca de la abertura de la barricada grande. No hablaban; escuchaban, trataban de oír el más mínimo ruido de marcha.

Súbitamente, en medio de aquella tranquilidad lúgubre, una voz clara, alegre, joven, que parecía proceder de la calle Saint-Denis, se alzó y cantó, sobre la melodía de la canción popular Al claro de luna, estos versos rematados por una especie de grito semejante al canto del gallo:

Mi nariz destila lágrimas.

Préstame, amigo Bugeaud,

la de uno de tus gendarmes,

que sea de lo mejor.

Con ella podré a la calle

salir luciendo este talle,

que envidia a los mozos da,

quiriquiquí caracacá.

Ellos se apretaron las manos.

—Es Gavroche —dijo Enjolras.

—Nos advierte —agregó Combeferre.

Una carrera precipitada turbó la calle desierta; vieron a un ser más ágil que un clown trepar por encima del ómnibus, y Gavroche saltó a la barricada jadeante, diciendo:

—¿Y mi fusil? Ahí están.

Un temblor eléctrico recorrió toda la barricada, y se oyó el movimiento de las manos buscando los fusiles.

—¿Quieres mi carabina? —dijo Enjolras al pilluelo.

—Quiero el fusil grande —respondió Gavroche.

Y tomó el fusil de Javert.

Dos centinelas se habían replegado, y habían regresado casi al mismo tiempo que Gavroche. Eran el del extremo de la calle y el de la Petite-Truanderie. El centinela de la calle Prêcheurs había permanecido en su puesto, lo que indicaba que no venía nadie por el lado de los puentes y de los mercados.

La calle de la Chanvrerie, en la que apenas se distinguían algunos adoquines a la luz que se proyectaba sobre la bandera, ofrecía a los insurgentes el aspecto de un gran pórtico abierto a una humareda.

Cada uno se había colocado en su puesto de combate.

Cuarenta y tres insurgentes, entre los cuales Courfeyrac, Combeferre, Enjolras, Bossuet, Joly, Bahorel y Gavroche, estaban arrodillados en la barricada grande, con las cabezas a flor de la cresta del parapeto, y los cañones, los fusiles y las carabinas apuntando, atentos, mudos, y dispuestos a hacer fuego. Seis de ellos, mandados por Feuilly, se habían instalado en las ventanas de los dos pisos de Corinto.

Transcurrieron aún algunos instantes; luego un ruido de pasos, mesurado, pesado, numeroso, se dejó oír distintamente por el lado de Saint-Leu. Este ruido, al principio débil, luego preciso, más tarde pesado y sonoro, se acercaba lentamente, sin hacer un alto, sin interrupción, con una continuidad tranquila y terrible. No se oía ninguna otra cosa. Era al mismo tiempo el silencio y el ruido de la estatua del Comendador, pero este paso de piedra tenía algo de sordo y de múltiple, que despertaba la idea de una multitud al mismo tiempo que la idea de un espectro.

Parecía oírse marchar a la terrible estatua Legión. Los pasos se acercaban; luego se detuvieron. Al extremo de la calle, pareció oírse el aliento de muchos hombres. Sin embargo no se veía nada; solamente se distinguía en el fondo, en aquella espesa oscuridad, una multitud de hilos metálicos, finos como agujas y casi imperceptibles, que se agitaban, semejantes a esos indescriptibles fulgores fosfóricos que se descubren en el momento de dormirse, bajo los párpados cerrados, en las primeras brumas del sueño. Eran las bayonetas y los cañones de los fusiles, confusamente iluminados por la reverberación lejana de la antorcha.

Hubo aún una pausa, como si esperasen por ambos lados. De repente, en el fondo de aquella sombra una voz, tanto más siniestra cuanto que no se veía a nadie, y como si fuese la oscuridad misma la que hablase, exclamó:

—¿Quién vive?

Al mismo tiempo se oyeron los clics de los fusiles.

Enjolras respondió con acento vibrante y altanero:

—Revolución francesa.

—¡Fuego! —dijo la voz.

Un relámpago iluminó todas las fachadas de la calle, como si se hubiese abierto y cerrado bruscamente la puerta de un horno.

Una terrible detonación estalló sobre la barricada. La bandera roja cayó. La descarga había sido tan violenta y tan densa que había cortado el asta, es decir, la punta misma del timón del ómnibus. Algunas balas que habían rebotado sobre las cornisas de las casas penetraron en la barricada e hirieron a varios hombres.

El efecto de esta primera descarga fue glacial. El ataque era violento, y de tal naturaleza que hizo pensar a los más atrevidos. Era evidente que tenían que habérselas con un regimiento entero al menos.

—Camaradas —exclamó Courfeyrac—, no desperdiciemos pólvora. Esperemos a que entren en la calle para contestarles.

—En primer lugar —dijo Enjolras—, icemos de nuevo la bandera.

Recogió la bandera, que había caído precisamente a sus pies.

Se oía el ruido de las baquetas de los fusiles; la tropa cargaba las armas.

Enjolras añadió:

—¿Quién tiene arrestos aquí? ¿Quién se atreve a clavar la bandera sobre la barricada?

Nadie respondió. Subirse a la barricada cuando la tropa se disponía a disparar de nuevo era sencillamente la muerte. El más valeroso duda en condenarse. El mismo Enjolras temblaba, y repitió:

—¿Nadie se atreve?

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora