II

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EL PILLUELO ENEMIGO DE LAS LUCES


¿Cuánto tiempo pasó así? ¿Cuáles fueron los flujos y reflujos de aquella meditación trágica? ¿Se reanimó? ¿Permaneció abatido? ¿El dolor le había quebrantado? ¿Podía levantarse aún, y hacer pie sobre alguna cosa sólida en su conciencia? Ni él mismo hubiera podido, probablemente, decirlo.

La calle estaba desierta. Algunos ciudadanos inquietos, que regresaban a sus casas apresuradamente, apenas repararon en él. Cada uno mira sólo para sí en los momentos de peligro. El farolero llegó, como de costumbre, para encender el farol, que estaba precisamente delante de la puerta n.º 7, y se marchó. Quien hubiese observado a Jean Valjean en aquella sombra no le hubiera creído vivo. Estaba sentado allí, sobre el escalón de la puerta, inmóvil como una estatua de hielo. Hay congelaciones en la desesperación. Se oía el toque de rebato, y algunos rumores tempestuosos. En medio de todas estas convulsiones de la campana y los ruidos del motín, el reloj de Saint-Paul dio las once gravemente, sin apresurarse, porque el toque de rebato es el hombre y la hora es Dios. El sonido del reloj no causó efecto alguno en Jean Valjean; no se movió. No obstante, poco más o menos en aquel instante, una brusca detonación se oyó, procedente del lado de los mercados; le siguió una segunda detonación, más violenta aún que la primera; probablemente era el ataque a la barricada de la calle de la Chanvrerie, que como acabamos de ver fue rechazada por Marius. Ante esa doble descarga, cuya furia parecía aumentada por el estupor de la noche, Jean Valjean se estremeció; levantose mirando hacia el sitio de donde procedía el ruido; luego volvió a sentarse en el escalón, cruzó los brazos y su cabeza cayó lentamente sobre su pecho.

Entonces continuó su tenebroso diálogo consigo mismo.

De repente, alzó los ojos; alguien estaba andando por la calle; oía los pasos cerca de sí, y a la luz del farol miró hacia el lado de Archives; descubrió una figura lívida, joven y expectante.

Gavroche acababa de llegar a la calle L'Homme-Armé.

Gavroche miraba hacia arriba y parecía buscar algo. Veía perfectamente a Jean Valjean, pero no le prestaba atención alguna.

Luego Gavroche se alzó sobre la punta de los pies y tanteó todas las puertas y ventanas; todas estaban cerradas, con barra y cerrojo. Después de haber reconocido cinco o seis puertas cerradas de este modo, el pilluelo se encogió de hombros y dijo:

—¡Pardiez!

Luego volvió a mirar hacia arriba.

Jean Valjean, que un instante antes, en la situación de ánimo en que se hallaba no hubiera ni siquiera respondido a nadie, se sintió empujado irresistiblemente a dirigir la palabra al niño:

—Pequeño, ¿qué tienes?

—Tengo que tengo hambre —respondió Gavroche secamente. Y añadió—: El pequeño seréis vos.

Jean Valjean hurgó en su bolsillo y sacó de él una moneda de cinco francos.

Pero Gavroche, que era el colmo de la frescura, y que pasaba con rapidez de un gesto a otro, acababa de recoger una piedra. Había descubierto el farol.

—Vaya. Todavía tenéis aquí faroles; estáis muy atrasados, amigos. Esto es un desorden. Rompedme ese farol.

Y arrojó la piedra; los vidrios se rompieron con tal estrépito que los vecinos, ocultos detrás de las cortinas de la casa de enfrente, gritaron:

—¡Ya está aquí el noventa y tres!

El farol osciló violentamente y se apagó. La calle se quedó bruscamente a oscuras.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now