III

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LA NOCHE EMPIEZA A DOMINAR A GRANTAIRE


El sitio era, en efecto, admirablemente indicado: la entrada de la calle ancha, el fondo estrecho, y en forma de callejón sin salida; Corinto estrangulaba la calle; la calle Mondétour fácil de cerrar a derecha e izquierda, ninguna posibilidad de ataque sino por la calle Saint-Denis, es decir, de frente y al descubierto. Bossuet borracho había tenido el golpe de vista de Aníbal en ayunas.

Al hacer su irrupción el grupo, se había apoderado el espanto de toda la calle; todos los transeúntes se eclipsaron, y en un abrir y cerrar de ojos, por todas partes, a derecha e izquierda, las tiendas, los establecimientos, las puertas, las ventanas, las persianas, las buhardillas, los postigos de todas dimensiones se cerraron, desde el piso bajo hasta el tejado. Una vieja, llena de miedo, había fijado un colchón delante de su ventana, colgado de una cuerda que servía para tender la ropa, con objeto de amortiguar el efecto de la fusilería. Sólo la taberna permanecía abierta, y esto porque allí se había instalado el grupo.

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —decía suspirando la señora Hucheloup.

Bossuet había bajado a recibir a Courfeyrac.

Joly se había asomado a la ventana, y gritaba:

—Courfeyrac, hubieras debido coger un paraguas. Vas a constiparte.

Mientras tanto, en algunos minutos habían sido arrancadas veinte barras de hierro de las rejas de la fachada de la taberna, y habían sido desempedradas diez toesas de calle; Gavroche y Bahorel habían cogido al pasar y derribado un carro de un fabricante de cal, llamado Anceau, el cual contenía tres toneles llenos de cal, que fueron colocados sobre pilas de adoquines; Enjolras había levantado la trampa de la bodega y todos los toneles vacíos de la viuda Hucheloup habían ido a juntarse con los de la cal; Feuilly, con sus dedos acostumbrados a iluminar delicados paisajes en abanicos, había reforzado los toneles y el carro con dos macizas pilas de piedras, cogidas no se sabía dónde. Habíanse arrancado también unos puntales de la fachada de una casa próxima, y se habían echado sobre los toneles. Cuando Bossuet y Courfeyrac se volvieron, la mitad de la calle estaba ya cerrada por una muralla más alta que un hombre. No hay nada como la mano popular para construir todo lo que se contruye demoliendo.

Matelote y Gibelotte se habían mezclado con los trabajadores. Gibelotte iba y venía cargada de maderos; su laxitud se empleaba en la barricada, y cargaba adoquines como hubiera servido vino adormecida.

Un ómnibus que llevaba dos caballos blancos pasó por el extremo de la calle.

Bossuet saltó por encima de los materiales, corrió, detuvo al cochero, hizo bajar a los viajeros, dio la mano «a las señoras», despidió al conductor y volvió trayéndose el coche y los caballos de la brida.

—Los ómnibus —dijo— no pasan por delante de Corinto. Non licet omnibus adire Corinthum.

Un instante después, los caballos desenganchados se iban al azar por la calle Mondétour, y el ómnibus volcado completaba la barricada de la calle.

La señora Hucheloup, trastornada, se había refugiado en el primer piso.

Tenía la mirada vaga; miraba sin ver, hablando por lo bajo. Sus gritos de susto no se atrevían a salir de la garganta.

—Esto es el fin del mundo —murmuraba.

Joly daba un beso en el grueso cuello rojo y arrugado de la señora Hucheloup, y decía a Grantaire:

—Querido, siempre he considerado el cuello de una mujer como una cosa infinitamente delicada.

Pero Grantaire había llegado a la más alta región del ditirambo. Matelote había subido al primer piso. Grantaire la había cogido por el talle, y lanzaba, asomado a la ventana, grandes carcajadas.

—¡Matelote es fea! —gritaba—. Matelote es el sueño de la fealdad. Matelote es una quimera. Voy a descubrir el secreto de su nacimiento. Un Pigmalión godo, que hacía mascarones de catedrales, se enamoró un día de uno de ellos, del más horrible, y suplicó al amor que le animase y resultó Matelote. ¡Miradla, ciudadanos! Tiene los cabellos de color de cromato de plomo, como la querida de Tiziano, pero es una buena muchacha. Os aseguro que peleará bien; en toda buena muchacha hay un héroe. En cuanto a la señora Hucheloup es una valiente vieja. ¡Mirad qué bigotes tiene! Los ha heredado de su marido. ¡Es un húsar! ¡Bah! ¡Peleará también! Dos como ella aterrarían a la comarca. ¡Compañeros, derribaremos al Gobierno! Tan cierto como hay quince ácidos intermedios entre el ácido margárico y el ácido fórmico; por lo demás, a mí lo mismo me da. Caballeros, mi padre me ha odiado siempre, porque no podía entender las matemáticas; yo no comprendo más que el amor y la libertad; soy Grantaire, el buen muchacho. Como nunca he tenido dinero, no tengo el hábito de tenerlo, lo cual quiere decir que nunca me ha hecho falta, pero si hubiera sido rico, no habría habido pobres. ¡Y hubierais visto! ¡Oh! ¡Si los buenos corazones tuviesen grandes bolsillos! ¡Cuánto mejor iría todo! ¡Cuánto bien haría yo! ¡Matelote! ¡Abrázame! Eres voluptuosa y tímida. Tienes unas mejillas que solicitan el beso de una hermana y labios que reclaman el beso de un amante.

—¡Cállate, tonel! —dijo Courfeyrac.

Grantaire respondió:

—Soy capitular y maestro de juegos florales.

Enjolras, que estaba de pie encima de la barricada, con el fusil en la mano, levantó su hermoso y austero rostro. Enjolras, como ya sabemos, tenía algo del espartano y del puritano. Hubiera muerto en las Termópilas, con Leónidas, y hubiera quemado a Drogheda con Cromwell.

—¡Grantaire! —exclamó—. Vete a dormir la mona fuera de aquí. Éste es el lugar de la embriaguez del entusiasmo, no el de la embriaguez del vino. ¡No deshonres la barricada!

Estas palabras irritadas produjeron en Grantaire un efecto singular, como si le hubiesen arrojado un vaso de agua fría al rostro. Pareció que había vuelto en sí. Se sentó, apoyó los codos en la mesa cerca de la ventana, miró a Enjolras con indecible dulzura y le dijo:

—Déjame dormir aquí.

—Vete a dormir a otra parte.

Pero Grantaire, fijando de nuevo en él sus ojos tiernos y turbados, respondió:

—Déjame dormir aquí hasta que muera.

Enjolras le miró con desprecio, y le dijo:

—Grantaire, eres incapaz de creer, de pensar, de querer, de vivir y morir.

Grantaire replicó con voz grave:

—Ya verás.

Murmuró aún algunas palabras ininteligibles, dejó caer su cabeza pesadamente sobre la mesa, y por un efecto bastante habitual en el segundo periodo de la embriaguez en que Enjolras le había precipitado rudamente, se quedó dormido un instante después.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora