II

10 3 0
                                    

 EL ATURDIMIENTO DE LA DICHA COMPLETA


Existían vagamente, asombrados de felicidad. No habían observado el cólera que diezmaba París precisamente en aquel mes. Se habían hecho todas las confidencias posibles, pero no habían pasado más allá de sus nombres. Marius había dicho a Cosette que era huérfano, que se llamaba Marius Pontmercy, que era abogado, que vivía de escribir para los libreros, que su difunto padre era coronel y un héroe, y que él, Marius, estaba reñido con su abuelo rico. Le había dicho también que era barón, pero esto no había causado efecto alguno en Cosette. ¿Marius barón? No lo comprendía. No sabía lo que quería decir aquella palabra. Marius era Marius.

Ella, por su parte, le había confiado que había sido educada en el convento del Petit-Picpus, que su madre había muerto como la de él, que su padre se llamaba Fauchelevent, que era muy bueno, que daba mucha limosna a los pobres, pero que él mismo era pobre, y que se privaba de todo, no privándole a ella de nada.

Cosa extraña, en la especie de sinfonía en que vivía Marius desde que veía a Cosette, lo pasado, aun lo más reciente, se había hecho para él tan confuso y lejano que lo que Cosette le contaba le satisfizo plenamente. No pensó siquiera en hablarle de la aventura nocturna del caserón de los Thénardier, de la quemadura, ni de la extraña actitud y singular huida de su padre. Marius había olvidado momentáneamente todo aquello; no sabía por la noche ni lo que había hecho por la mañana, ni dónde había almorzado, ni quién le había hablado; tenía cánticos en los oídos, que le hacían sordo a cualquier pensamiento, no existía más que en las horas en las que veía a Cosette. Entonces, como estaba en el cielo, era natural que olvidase la tierra. Ambos llevaban con languidez el peso indefinible de los deleites inmateriales. Así viven esos sonámbulos a los que se llama enamorados.

¡Ah! ¿Quién no ha pasado por estas cosas? ¿Por qué llega una hora en que se sale de este cielo, y por qué la vida continúa después?

Amar casi reemplaza el pensar. El amor es un ardiente olvido del resto. No pidáis pues lógica a la pasión. No hay encadenamiento lógico absoluto en el corazón humano, lo mismo que no hay figura geométrica perfecta en la mecánica celeste. Para Cosette y Marius no existía nada más que Marius y Cosette. El universo, a su alrededor, había caído en un hoyo. Vivían en un minuto de oro. No tenían nada delante ni nada detrás. Marius apenas pensaba en que Cosette tenía padre. En su cerebro había algo semejante a un deslumbramiento que todo lo borra. ¿De qué hablaban, pues, aquellos amantes? Ya lo hemos dicho: de las flores, de las golondrinas, del sol poniente, de la salida de la luna, de todas las cosas importantes. Se lo habían dicho todo, excepto todo. El todo de los enamorados, que es la nada. Pero el padre, las realidades, el chiribitil, los bandidos, aquella aventura, ¿qué importaban? ¿Estaban seguros de que había existido aquella pesadilla? Eran dos, se adoraban, y no había nada más que eso. Todo lo demás no existía. Es probable que ese desvanecimiento del infierno detrás de nosotros sea inherente a la llegada al paraíso. ¿Acaso se han visto los demonios? ¿Los ha habido? ¿Se ha tenido miedo? ¿Se ha padecido? Ya no se sabe; todo esto lo cubre una nube rosada.

Así vivían pues aquellos dos seres, en una gran altura, con toda la inverosimilitud que hay en la naturaleza; ni en el nadir, ni en el cenit, entre el hombre y el serafín, por encima del fango, debajo del éter, en la nube; apenas se descubría que eran carne y hueso; eran almas y éxtasis, de los pies a la cabeza; demasiado sublimes ya para andar por la tierra, pero aún con bastante humanidad para desaparecer en el azul, en suspensión, como átomos que esperan el precipitado; en apariencia, fuera del destino; ignorando la miseria de ayer, hoy y mañana; maravillados, pasmados, flotantes; aligerados por momentos para la desaparición en el infinito, casi dispuestos a emprender el vuelo eterno.

Dormían despiertos en aquel arrullo. ¡Oh, letargo espléndido de lo real borrado por lo ideal!

Algunas veces, aunque Cosette fuera muy hermosa, Marius cerraba los ojos delante de ella. Con los ojos cerrados es como mejor se ve el alma.

Marius y Cosette no se preguntaban adónde irían a parar. Se miraban como ya hubieran llegado. Es una extraña pretensión del hombre el querer que el amor lo lleve a alguna parte.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora