II

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ALEGRÍA PREVIA


Laigle de Meaux, como se sabe, vivía más en casa de Joly que en otra parte. Tenía una casa como el pájaro tiene una rama. Los dos amigos vivían juntos, comían juntos y dormían juntos. Todo les era común, incluso Musichetta; eran lo que los novicios llaman un «bini». La mañana del 5 de junio se fueron a almorzar a Corinto. Joly, constipado, tenía una fuerte coriza, de la cual empezaba a participar Laigle. La levita de Laigle estaba raída, pero Joly iba bien vestido.

Eran cerca de las nueve de la mañana cuando abrieron la puerta de Corinto.

Subieron al primer piso.

Matelote y Gibelotte los recibieron.

—Ostras, queso y jamón —dijo Laigle.

Y se sentaron a una mesa.

La taberna estaba vacía; estaban solos.

Gibelotte, al reconocer a Joly y Laigle, puso una botella de vino sobre la mesa.

Cuando estaban aún comiendo las primeras ostras, apareció una cabeza en la escotilla de la escalera, y una voz dijo:

—Pasaba, y desde la calle sentí un delicioso olor a queso de Brie, y he subido.

Era Grantaire.

Grantaire cogió un taburete y se sentó a la mesa.

Gibelotte, al ver a Grantaire, puso dos botellas de vino sobre la mesa.

De modo que ya eran tres.

—¿Vas a beberte estas dos botellas? —preguntó Laigle a Grantaire.

Éste respondió:

—Todos son ingeniosos, tú sólo eres ingenuo. Dos botellas no han asustado nunca a un hombre.

Los demás habían comenzado a comer; Grantaire empezó por beber. Se tragó enseguida media botella.

—¿Tienes un agujero en el estómago? —dijo Laigle.

—Tú tienes uno en el codo —respondió Grantaire.

Y tras haber vaciado su vaso, añadió:

—¡Ah! Laigle, el de las oraciones fúnebres, tu levita está muy vieja.

—Lo creo —respondió Laigle—. Esto hace que hagamos buenas migas mi levita y yo: ella ha tomado la forma de todos mis pliegues, y no me incomoda nada; se ha amoldado a mis deformidades, y se presta complaciente a todos mis movimientos; no la siento sino porque me abriga. Las levitas viejas son lo mismo que los viejos amigos.

—¡Es verdad! —exclamó Joly entrando en el diálogo.

—Sobre todo —dijo Grantaire—, en la boca de un hombre constipado.

—Grantaire —preguntó Laigle—, ¿vienes del bulevar?

—No.

—Joly y yo acabamos de ver pasar la cabeza del cortejo.

—Es un espectáculo maravilloso —dijo Joly.

—¡Qué tranquila está esta calle! —exclamó Laigle—. ¿Quién sospecharía aquí que París está tan agitado? ¡Cómo se conoce que antiguamente todo esto eran conventos! Du Breul y Sauval, y el abate Lebeuf, tienen la lista de los que había. Los había en todo los alrededores, aquí hormigueaban calzados, descalzos, tonsurados, barbudos, grises, negros, blancos, franciscanos, mínimos, capuchinos, carmelitas, agustinos, viejos agustinos... Pululaban.

—No hablemos de monjes —interrumpió Grantaire—. Me entran ganas de rascarme. —Luego exclamó—: ¡Uf! Acabo de tragarme una ostra mala. Ya me acomete de nuevo la hipocondría. Las ostras están podridas y las criadas son feas. Odio a la especie humana. He pasado hace poco por la calle Richelieu, por delante de la gran librería pública; aquel montón de valvas de ostras que se llama una biblioteca me quita las ganas de pensar. ¡Cuánto papel! ¡Cuánta tinta! ¡Cuántos garabatos! ¡Todo eso se ha escrito! ¿Quién ha sido el necio que ha dicho que el hombre es un bípedo sin plumas? Después he encontrado a una joven que me conocía, bella como la primavera, digna de llamarse Floreal, y entusiasmada; alegre, feliz como un ángel, la miserable, porque ayer, un espantoso banquero picado de viruelas se ha dignado solicitarla. ¡Ay! La mujer acecha al negociante lo mismo que al pollo; las gatas cazan lo mismo ratones que pájaros. Esta doncella, no hace aún dos meses, era honesta en su buhardilla; ajustaba circulitos de cobre a los agujeros de un corsé, ¿cómo llamáis a eso? Cosía, tenía una cama de tijera; vivía al lado de un tiesto de flores, estaba contenta. Ahora está hecha una banquera; esta transformación se ha hecho esta noche. Por la mañana he encontrado a esta víctima muy alegre. Lo que es más horrible es que esa pícara está hoy tan bonita como ayer. Su financiero no se traslucía en su rostro. Las rosas tienen esa propiedad de más o de menos comparadas con las mujeres: las huellas que les causan los insectos son visibles. ¡Ah! No hay ya moral sobre la tierra; y pongo por testigo al mirto, símbolo del amor; al laurel, símbolo de la guerra; al olivo, ese estúpido símbolo de la paz; al manzano, que supo perder a Adán con su fruto, y a la higuera, abuela de las faldas. En cuanto al derecho, ¿queréis saber lo que es el derecho? Los galos codician Cluse; Roma protege Cluse, y les pregunta: «¿Qué mal os ha hecho Cluse?». Breno responde: «El mal que os ha hecho Alba, el mal que os ha hecho Fidena, el mal que os han hecho los equos, los volscos y los sabinos, que eran vuestros vecinos. Los clusianos son los nuestros; nosotros entendemos la vecindad como vosotros. Vosotros habéis robado Alba; nosotros tomamos Cluse». Roma dice: «Pues no tomaréis Cluse». Breno tomó Roma; y después gritó: «Vae victis». Esto es el derecho. ¡Ah! En este mundo no hay más que aves de rapiña, ¡águilas!, ¡águilas! Yo tengo carne de gallina.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now