LIBRO DECIMOTERCERO. Marius entra en la sombra

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I

DE LA CALLE PLUMET AL BARRIO SAINT-DENIS


Aquella voz que a través del crepúsculo había llamado a Marius a la barricada de la calle de la Chanvrerie, le había parecido la voz del destino. Quería morir, y la ocasión se le ofrecía; llamaba a la puerta de la tumba y una mano desde la sombra le tendía la llave. Aquellas lúgubres aberturas que se hacen en las tinieblas ante la desesperación son tentadoras. Marius apartó la verja, que tantas veces le había dejado pasar, salió del jardín y dijo: «¡Vamos!».

Loco de dolor, no sentía ya nada fijo y sólido en el cerebro. Incapaz de aceptar nada de la suerte después de aquellos dos meses pasados en la embriaguez de la juventud y del amor, abatido a la vez por todas las meditaciones de la desesperación, tenía un único deseo: acabar cuanto antes.

Se puso a andar rápidamente. Iba armado, pues llevaba encima las dos pistolas de Javert.

El joven que había creído ver se había perdido en la oscuridad de las calles.

Marius, que había salido de la calle Plumet por el bulevar, atravesó la Esplanade y el puente de los Inválidos, los Campos Elíseos, la plaza Luis XV, y llegó a la calle Rivoli. Los almacenes estaban abiertos, el gas ardía bajo las arcadas, las mujeres compraban en las tiendas, se servían helados en el Café Laiter y se comían pastelillos en la dulcería inglesa. Únicamente algunas sillas de posta partían al galope del hotel de Princes y del hotel Meurice.

Marius entró por el pasaje Delorme, a la calle Saint-Honoré. Las tiendas estaban cerradas, y los comerciantes charlaban delante de sus puertas entreabiertas; los transeúntes circulaban, los faroles estaban encendidos; desde el primer piso, todas las ventanas estaban iluminadas como de ordinario. En la plaza del Palais-Royal había caballería.

Marius siguió la calle Saint-Honoré. A medida que se alejaba del Palais-Royal, había menos ventanas iluminadas; las tiendas estaban completamente cerradas, nadie charlaba en los umbrales, la calle se oscurecía, y al mismo tiempo la multitud se espesaba, porque los transeúntes eran ya multitud. Nadie hablaba en aquella muchedumbre; y sin embargo salía de ella un murmullo sordo y profundo.

Cerca de la fuente del Arbre-Sec, había grupos inmóviles y sombríos que estaban entre los que iban y venían como piedras en medio del agua que corre.

A la entrada de la calle Prouvaires, la multitud ya no andaba. Era un grupo resistente, macizo, sólido, compacto, casi impenetrable, de personas amontonadas, que hablaban en voz baja. No había allí levitas negras y sombreros redondos; sólo chaquetones, blusas, casquetes, cabezas erizadas y terrosas. Aquella multitud ondulaba confusamente en la bruma nocturna. Su murmullo tenía el acento ronco de un estremecimiento. Aunque no marchaban se sentía un continuo pisoteo en el lodo. Más allá de aquella espesa multitud, en la calle Roule, en la calle Prouvaires y en la prolongación de la calle Saint-Honoré, no había ni un cristal en el que brillara una vela. Veíanse perderse en aquellas calles las filas solitarias y decrecientes de los faroles. Los faroles de aquel tiempo parecían gruesas estrellas rojas, colgadas de cuerdas, y proyectaban sobre el pavimento una sombra que tenía la forma de una gran araña. Aquellas calles no estaban desiertas. Veíanse en ellas fusiles en pabellones, bayonetas que se movían y tropas que vivaqueaban. Ningún curioso pasaba de aquel límite. Allí cesaba la circulación. Allí comenzaba el ejército y terminaba la multitud.

Marius iba decidido, con la voluntad del hombre sin esperanza; le habían llamado y era preciso ir. Encontró la forma de atravesar la multitud y las tropas, se ocultó a las patrullas, y evitó a los centinelas. Dio un rodeo, llegó a la calle Béthisy y se dirigió hacia los mercados. En la esquina de la calle Bourdonnais ya no había faroles.

Después de haber franqueado la zona de la multitud, había pasado el límite de las tropas; se encontraba en una situación aterradora, no encontraba ya ni un transeúnte ni un soldado, ni una luz, nada. El silencio, la soledad, la noche, un frío que sobrecogía. Entrar en una calle era adentrarse en una cueva.

Continuó avanzando.

Dio algunos pasos. Alguien pasó cerca de él corriendo. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Eran varios? No hubiera podido decirlo. Alguien había pasado y se había desvanecido.

Así, llegó a una callejuela, que le pareció la calle de la Poterie; hacia la mitad de aquella callejuela chocó con un obstáculo. Extendió las manos. Era una carreta volcada; su pie reconoció charcos de agua, lodazales, adoquines amontonados y esparcidos. Allí había una barricada empezada y abandonada. Escaló los adoquines y se encontró al otro lado del obstáculo. Andaba muy cerca de los guardacantones y se guiaba por las fachadas de las casas. Un poco más allá de la barricada, le pareció entrever delante de sí una cosa blanca. Se acercó, y vio una forma. Eran dos caballos blancos, los caballos del ómnibus desenganchados por Bossuet aquella mañana, que habían andado errantes de calle en calle durante todo el día y habían terminado por detenerse allí, con la paciencia agotada de los brutos que no comprenden ya los actos de los hombres, lo mismo que los hombres no entienden los designios de la Providencia.

Marius dejó los caballos detrás de sí. Cuando llegaba a la calle que supuso que sería la del Contrat-Social, un disparo de fusil, procedente de no se sabe dónde, pasó silbando cerca de su oreja, y la bala fue a dar, por encima de su cabeza, en una bacía colgada a la puerta de una barbería. Aún en 1846, se veía en la calle del Contrat-Social, en el extremo de los pilares de los mercados, esta bacía agujereada.

Este disparo de fusil era vida aún. A partir de este instante, no encontró ya nada.

Aquel itinerario parecía el descenso por una escalera de sombrías gradas.

Pero no por esto Marius dejó de avanzar.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now