III

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MIENTRAS COSETTE Y TOUSSAINT DUERMEN


Jean Valjean entró en la casa con la carta de Marius.

Subió la escalera a tientas, satisfecho de las tinieblas como el búho que lleva su presa, abrió y volvió a cerrar suavemente la puerta, escuchó y comprobó que, según todas las apariencias, Cosette y Toussaint dormían; consumió tres o cuatro pajuelas antes de poder encender luz, ¡tanto le temblaba la mano!; porque había algo de robo en lo que acababa de hacer. Por fin, pudo encender la vela, se sentó a la mesa, desdobló el papel y leyó.

En las emociones violentas, no se lee, se atropella, por decirlo así, el papel; se lo oprime como una víctima, se lo estruja, se le clavan las uñas de la cólera o de la alegría; se corre hacia el fin, se salta el principio; la atención es febril; se comprende en conjunto, sobre poco más o menos, lo esencial; se fija uno en un punto, y todo lo demás desaparece. En la carta de Marius a Cosette, Jean Valjean no vio más que esto:

«... Moriré. Cuando leas esto, mi alma estará a tu lado».

En presencia de estas dos líneas, sintió un deslumbramiento horrible, se quedó un momento como pasmado del cambio de emoción que se verificaba en él; miraba la carta de Marius con una especie de asombro embriagador, tenía delante de los ojos algo como un esplendor: la muerte del ser odiado.

Lanzó un terrible grito de alegría interior. Así pues, todo estaba ya concluido. El desenlace había llegado mucho antes de lo que se hubiera atrevido a esperar. El ser que obstaculizaba su destino desaparecía. Se iba libremente, de buena voluntad. Sin que él, Jean Valjean, hiciera nada, sin que él tuviera culpa alguna, «aquel hombre» iba a morir. Tal vez había muerto ya. Aquí empezó nuevamente a reflexionar su fiebre: No. No había muerto todavía. La carta estaba escrita visiblemente para ser leída por Cosette al día siguiente. «Después de esas dos descargas que he oído entre las once y las doce, no ha habido nada; la barricada no será seriamente atacada hasta mañana al amanecer; pero no importa, desde el momento en que ese hombre está mezclado en esta guerra, está perdido, está apresado en el engranaje».

Jean Valjean se sentía liberado. Iba a encontrarse de nuevo solo con Cosette. La competencia cesaba; el porvenir brillaba otra vez. No tenía más que guardarse el papel en su bolsillo. Cosette no sabría nunca lo que había sido de aquel hombre.

«No hay más que dejar que las cosas se cumplan. Este hombre no puede escapar. Si aún no ha muerto, de seguro que va a morir. ¡Qué felicidad!».

Después de decirse todo esto para sí mismo, se puso sombrío.

Bajó y despertó al portero.

Alrededor de una hora más tarde, Jean Valjean salía vestido de guardia nacional, y armado. El portero le había encontrado fácilmente en la vecindad con qué completar su equipamiento. Llevaba un fusil cargado y una cartuchera llena de cartuchos. Se dirigió hacia los mercados.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora