VIII

12 3 0
                                    

 VARIOS PUNTOS DE INTERROGACIÓN A PROPÓSITO DE UN TAL LE CABUC QUE PROBABLEMENTE NO SE LLAMABA LE CABUC


La pintura trágica que hemos emprendido no sería completa, y el lector no vería en su relieve exacto y real estos grandes minutos del drama social y del desarrollo revolucionario, en que la convulsión se mezcla con la fuerza, si omitiésemos en este bosquejo un incidente lleno de un horror épico y terrible que sobrevino apenas se marchó Gavroche.

Los grupos, como es sabido, son bolas de nieve, y aglomeran al rodar un montón de hombres tumultuosos, que no se preguntan de dónde vienen. Entre los transeúntes que se habían unido al grupo dirigido por Enjolras, Combeferre y Courfeyrac, había uno que llevaba una chaqueta de esportillero bastante usada, que gesticulaba y vociferaba y tenía el aspecto de una especie de ebrio salvaje. Aquel hombre, llamado o apodado Le Cabuc, y desconocido completamente por aquellos que pretendían conocerle, muy entusiasta o aparentando serlo, se había sentado junto a algunos otros a una mesa que habían sacado fuera de la taberna. Este Cabuc, mientras hacía beber a sus compañeros de conversación, parecía contemplar pensativamente la casa grande del fondo de la barricada, cuyos cinco pisos dominaban toda la calle, y daban frente a la de Saint-Denis. De repente exclamó:

—Compañeros, mirad, desde esa casa es desde donde debemos tirar. Puestos en las ventanas, ¡ni el diablo entra en la calle!

—Sí, pero la casa está cerrada —dijo uno de los bebedores.

—¡Llamemos!

—No abrirán.

—¡Echemos abajo la puerta!

Le Cabuc corrió a la puerta, que tenía un llamador muy pesado, y llamó; pero la puerta no se abrió. Llamó una segunda vez, y nadie respondió. Dio un tercer golpe: el mismo silencio.

—¿Hay alguien aquí? —exclamó Le Cabuc.

Nadie respondió.

Entonces cogió un fusil y empezó a dar culatazos en la puerta. Era una puerta vieja, pequeña, cintrada, baja, estrecha, sólida, toda de madera de encina, forrada en el interior con una plancha de palastro y una armadura de hierro, una verdadera poterna de una fortaleza. Los golpes de culata hacían temblar la casa, pero no movían la puerta.

Sin embargo, es probable que los vecinos se hubieran conmovido, pues por fin se vio iluminarse y abrirse una pequeña ventanuca cuadrada en el tercer piso, y aparecer en ella una vela, y la cara pálida y atemorizada de un hombre de cabellos grises que era el portero.

El hombre que llamaba se interrumpió.

—Señores —preguntó el portero—, ¿qué deseáis?

—¡Abre! —dijo Le Cabuc.

—Señores, eso no es posible.

—¡Abre enseguida!

—¡Es imposible, señores!

Le Cabuc tomó su fusil y apuntó al portero; pero estaba debajo y era de noche, y el portero no le vio.

—¿Quieres abrir, sí o no?

—¡No, señores!

—¿Dices que no?

—Digo que no, buenos...

El portero no terminó la frase. Salió el tiro; la bala le entró por debajo de la barbilla y le salió por la nuca, después de haberle atravesado la yugular. El pobre hombre cayó sin dar ni un suspiro. La vela cayó al suelo y se apagó, y no se vio más que una cabeza inmóvil recostada en el dintel del ventanuco, y un poco de humo blanquecino que subía hacia el tejado.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now