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 JEAN VALJEAN GUARDIA NACIONAL


Por lo demás, propiamente hablando, vivía en la calle Plumet y había organizado su existencia del siguiente modo:

Cosette, con su sirvienta, ocupaba el pabellón; tenía la gran habitación de los entrepaños pintados, el tocador de molduras doradas, el salón del presidente amueblado con tapices y amplios sillones; tenía el jardín. Jean Valjean había hecho poner en la habitación de Cosette un lecho con baldaquín de damasco antiguo de tres colores y un antiguo y hermoso tapiz de Persia, comprado en la calle Figuier-Saint-Paul, en casa de la Gaucher, y para atenuar la severidad de estas magníficas antigüedades, juntó con esta mezcla todos los pequeños muebles alegres y graciosos de las jóvenes: la estantería, la biblioteca, los libros dorados, una escribanía, la carpeta, la mesita de trabajo incrustada de nácar, el estuche de tocador de granate y porcelana del Japón. Largos cortinajes de damasco de fondo rojo en tres colores, semejante al de la cama, colgaban de las ventanas del primer piso. En la planta baja había cortinas de tapicería. Durante todo el invierno, la casita de Cosette estaba caliente. Él vivía en una especie de vivienda de portero, que se hallaba en el patio del fondo, con un colchón sobre un lecho de tijera, una mesa de madera blanca, dos sillas de paja, un jarro de porcelana para el agua, algunos libros sobre una tabla, su querida maleta en un rincón, siempre sin calefacción. Comía con Cosette, y tenía un pan moreno para él en la mesa. Había dicho a Toussaint, al entrar ésta:

—Es la señorita quien es la dueña de la casa.

—¿Y usted, señor? —había replicado Toussaint.

—Yo, más que el dueño, soy el padre.

Cosette, en el convento, había sido instruida en los trabajos de la casa, y organizaba los gastos, que eran muy modestos. Todos los días, Jean Valjean tomaba del brazo a Cosette y la llevaba a pasear. La acompañaba al Luxemburgo, por el paseo menos frecuentado, y todos los domingos a misa, siempre a Saint-Jacques-du-Haut-Pas, porque estaba muy lejos. Como es un barrio muy pobre, hacía muchas limosnas, y los desgraciados le rodeaban en la iglesia, lo que le había valido el epíteto de los Thénardier: «El señor benefactor de la iglesia de Saint-Jacques-du-Haut-Pas». Llevaba a Cosette a visitar a los indigentes y a los enfermos. Ningún extraño entraba en la casa de la calle Plumet. Toussaint traía las provisiones, y Jean Valjean iba él mismo a buscar el agua a un grifo que había muy cerca, en el bulevar. Ponían la leña y el vino en una especie de hondonada tapizada de rocas, cercana a la calle Babylone, y que antiguamente había servido de gruta al señor presidente; pues en el tiempo de las Folies y de las Petites-Maisons no había amor sin gruta.

Había en la puerta de la calle Babylone una de esas cajas destinadas a las cartas y a los periódicos; pero los tres habitantes del pabellón de la calle Plumet no recibían ni periódicos ni cartas, y toda la utilidad de la caja, antiguamente destinada a cartas amorosas y confidente de un leguleyo lechuguino, estaba ahora limitada a las notas del cobrador de contribuciones y a las de la guardia. Pues el señor Fauchelevent, rentista, era de la guardia nacional; no había podido escapar a las estrechas mallas del nuevo censo de 1831. Los informes municipales tomados en esa época se habían remontado hasta el convento del Petit-Picpus, especie de nube impenetrable y santa, de la que Jean Valjean había salido venerable para los de su alcaldía, y, por consiguiente, digno de la guardia.

Tres o cuatro veces por año, Jean Valjean se endosaba su uniforme y realizaba su servicio; de muy buena gana, por cierto; constituía para él un correcto disfraz que le mezclaba con todo el mundo, dejándole solitario. Jean Valjean acababa de cumplir sesenta años, edad de la exención legal, pero no aparentaba más de cincuenta; por lo demás, no experimentaba ningún deseo de sustraerse a su sargento mayor y de fastidiar al conde Lobau; no tenía estado civil; ocultaba su nombre, ocultaba su identidad, ocultaba su edad, lo ocultaba todo; y, acabamos de decirlo, era un guardia nacional de buena voluntad. Parecerse al primer llegado que paga sus contribuciones, ésta era toda su ambición. Este hombre tenía por ideal, por dentro, el ángel, por fuera, el burgués.

Observemos, no obstante, un detalle. Cuando Jean Valjean salía con Cosette, se vestía como se ha visto, y adoptaba la actitud de un antiguo oficial. Cuando salía solo, y habitualmente era al anochecer, iba siempre vestido con una chaqueta y un pantalón de obrero, y tocado con un casquete que le ocultaba el rostro. ¿Era precaución o humildad? Las dos cosas a la vez. Cosette estaba acostumbrada al lado enigmático de su vida, y apenas reparaba en las singularidades de su padre. En cuanto a Toussaint, veneraba a Jean Valjean, y encontraba bien todo lo que éste hacía. Un día, el carnicero, que había visto a Jean Valjean, le dijo:

—Es un tipo gracioso.

—Es un santo —respondió Toussaint.

Ni Jean Valjean ni Cosette ni Toussaint entraban y salían por otra parte que por la calle Babylone. A menos que se los viera a través de la verja del jardín, era difícil adivinar que vivían en la calle Plumet. La verja permanecía siempre cerrada. Jean Valjean mantenía el jardín en estado inculto, con el fin de que no llamara la atención.

En esto, tal vez se equivocaba.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now